sábado, 26 de febrero de 2011

Cultura popular y privilegios
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Por Samuel Paszucki *
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El pasado 6 de enero tuve la oportunidad de asistir -en el teatro Municipal de Río de Janeiro- a una de las expresiones de cultura popular más impactantes de mis 60 años y sólo gracias a ellos. Si, porque en Brasil los idosos (personas de 60 años en adelante) tienen algunos privilegios, como pagar media entrada en teatros, lugares reservados en los medios de transporte público, estacionamientos y otros varios.
Hasta el 6 de enero se exhibieron con ENTRADA GRATUITA, en el citado teatro, los murales Guerra y Paz pintados por Cándido Portinari (el mismo de la canción de Mercedes Sosa).
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Estábamos con mi esposa Inés en Río y resolvimos ir a la exhibición de las 14 hs (había propuestas para las 16, 18 y 20 hs.) Era el último día. Nos recomendaron llegar antes; también nos comentaron que se había visto por TV la gran cantidad de público que convocaba esta muestra. Yo pensé, en Río, con el calor y el sol: ¿quién iría a las 14 hs? Llegamos a las 13:30 y encontramos que al menos 1.500 personas habían decidido lo mismo que nosotros. Había una fila de tres cuadras, soportando el calor (40º) y el sol de Río. Creo que los únicos turistas éramos nosotros. Ocupamos nuestro lugar al final de una cola de 300 metros. A las 14 hs la cola se había movido 50 metros. Tenía idea que entraban unas 700 personas por cada horario. Inmediatamente saqué mis cálculos y me dije que con suerte entraríamos a las 20hs y que yo no estaría parado esperando las 6 horas que restaban. Además, sinceramente, no tenía idea de lo que veríamos. Resolví dirigirme a la entrada del teatro para investigar. Le pregunté al primero de la fila a qué hora entraría él; me respondió que a las 15:30. De repente veo en otra entrada a un funcionario (en Brasil a cualquier empleado se le dice funcionario) a quien me dirigí para preguntarle lo mismo. Me contestó algo parecido a “y dos”, hasta que logré entender que había una fila especial para idosos, que en ese momento tenía 10 personas. Cada idoso puede tener un acompañante, de hecho hay algunos que lo necesitan. Regresé a buscar a Inés y cuando volví la fila era de 30 idosos. A las 15 hs se abrieron las puertas del teatro, exclusivamente para nosotros.
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El teatro estaba terminando con sus obras de refacción (sólo quedaba por acabar en ese momento el bar, réplica exacta de un templo asirio). La entrada me hizo recordar a la del Colón: bronces, escalera y piedras (que los brasileros tienen a granel). Con un aire acondicionado fantástico, nos sentamos en la platea, cubierta con un material azul para evitar que se ensuciara. El teatro es maravilloso, con una platea relativamente chica, pero con cantidad de pisos. A las 15:15 estábamos todos acomodados. Apareció en el escenario un señor de impecable smoking y comenzó a hablar de las obras que veríamos. Luego, una perfecta filmación nos adentró en la vida y obra de Cándido Portinari y los famosos murales.
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Los paneles Guerra y Paz fueron encargados al pintor por el gobierno brasilero en 1952, para ser regalados a la sede de las Naciones Unidas en New York. Terminados en 1956, fueron primero exhibidos al público en el mismo teatro que hoy y luego trasladados a la ONU, donde han permanecido desde 1957 con exhibición condicionada por razones de seguridad. A raíz de arreglos en la sede, Brasil logró recuperar los murales en guarda hasta 2013, fecha de finalización de las obras. En este momento los murales se encuentran en restauración (se puede asistir a observar), para ser exhibidos a posteriori en diferentes ciudades de Brasil y Europa. .
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Luego de recibir la información sobre qué veríamos, con rayos láser sobre las obras (en un escenario totalmente a oscuras) se proyectaron diferentes etapas de su ejecución. Inmediatamente después vimos, también con láser, fragmentos de las obras. Después se encendieron las luces del escenario y finalmente aparecieron los famosos murales (miden 10x14 mts) en todo su esplendor.
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Uno por uno los asistentes, en perfecto orden, subimos por la escalera lateral izquierda del escenario para poder admirar de frente los murales. Cualquier comentario que pueda hacer es pobre. Quedé boquiabierto mirando esas maravillas. Pintadas en los mismos colores (predominan el azul y el beige), pudimos observar el panel Guerra –que no representa a ninguna sino a todas - cruzado por los jinetes del Apocalipsis en todas las direcciones con su cortejo de conquista, guerra, hambre y muerte. No hay fuego, ni sangre, ni negro, ni rojo: sólo horror. Brazos levantados en espanto y rostros tapados con las manos.
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El panel Paz nos da idea de ella, de la misma paz que nos invade al contemplarlo. Hay trabajo, hay comunicación, hay fraternidad y hay confianza. Pintado en tonos más claros que Guerra, parece decirnos que la paz es posible. Dos niños en el sube y baja podrían representar acabadamente esa idea.
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Los auspiciantes de esta muestra son el Ministerio del Interior, la Secretaría de Cultura y cantidad de empresas como bancos, petroleras y diarios. La cultura cuesta, pero bien gestionada puede llegar –y hasta gratis, como en este caso- a su destinatario natural: el pueblo.
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El teatro hoy se encuentra totalmente restaurado y permite visitas guiadas. Quien viaje a Río no se lo pierda. Ah, en esa ciudad hay más de 10 teatros municipales. No pensemos ni hagamos ningún tipo de comparación.
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* S. Paszucki es contador; mediador y viajero empedernido



lunes, 21 de febrero de 2011

Prima ballerinas: ¿un mundo de poder?
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Por J. Lagos

Personalmente, debo admitir que me mantuvo en una saludable suspenso – no el que hace pensar: ¿cómo terminará esto?, sino la pulsión, la tensión que provoca la trama bien urdida, el tema bien manejado. “El cisne negro” es un magnífico trabajo cinematográfico, que, aunque puede parecer truculento o morboso, en verdad tiene las dosis de ingredientes adecuados para despertar el interés incondicional del espectador dentro de lo que se da en llamar un thriller psicológico de terror.
Estoy hablando obviamente del largometraje de Darren Aronofsky, que se está imponiendo, quizá, en la preferencia del público como mejor película del 2010 en vistas a la próxima entrega de los Oscar. Pero esta es una cuestión que no interesa para esta nota. Sí puntualizamos que el personaje de Nina (Natalie Portman) debe sufrir – además de sus propios terrores – el autoritarismo y la voluntad caprichosa de un cínico coreógrafo (exacto Vincent Cassel) que ¿intenta estimularla? poniéndola en evidencia y burlándose de su pudor y de su candidez. Ella sufre permanentemente por su falta de autoestima.
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Todos recordamos las películas inmersas en el mundo del ballet clásico que el cine ha dado. Sinfonía de París, Momento de decisión, Sol de medianoche, La compañía, Nijinsky o Billy Elliott son algunos de esos títulos. Pero, si retrocedemos en el tiempo, hay dos trabajos (uno de 1948 y el otro de 1951) que tienen puntos en común con este cisne y ambos se refieren a la manipulación que puede llegar a sufrir una prima ballerina – frágil, vulnerable - en manos de un coreógrafo, un empresario o un artista que intenta ejercer sobre ella un poder voluptuoso, totalitario y a veces, hasta inhumano.
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Los dos filmes a los que me refiero son “Las zapatillas rojas” (1948), expresión hechicera del cine de ballet, si las hay, en la que Michael Powell dirigió a una soberbia Moira Shearer, basándose en el cuento de Hans Christian Andersen y “Los cuentos de Hoffmann” (1951), donde se volvió a reunir esta dupla maravillosa.
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En “Los cuentos…” es el artista creador (Spalanzani - Coppelius) enamorado de su criatura mecánica (Olympia), quien la hace danzar sin límites y, de esa manera, ejerce su dominación sobre una materia prima sutil, tenue, que no ofrece resistencia.
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Por su parte “Las zapatillas…” narra la historia de una bailarina clásica que se encapricha con un par de zapatillas mágicas hechas de un furioso satén colorado que obliga a quien las use a bailar por siempre jamás. Clásico cuento del gran autor danés, uno de los más maravillosos escritos por su pluma y su imaginación inigualables.
Hay aquí un empresario déspota que intenta controlar a una muchacha candorosa, ingenua, entregada, ávida de éxito.
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Pero - y aquí viene lo interesante del asunto – en el filme de 1948 el maldito de turno le dice a la muchacha, cuando ella le cuenta que se ha enamorado del compositor: “El bailarín que dependa de las dudosa comodidad del amor humano jamás podrá ser un gran bailarín”.
Sesenta y tres años después, en “El cisne…” el coreógrafo le repite a Nina, atormentándola y burlándose de su supuesta virginidad, que viva y se deje fluir, pues si sigue constriñendo su naturaleza, jamás podrá llegar a ser una gran bailarina.
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Dos posturas diametralmente opuestas que responden, sin dudas, a dos criterios impuestos por los tiempos y sus modas o costumbres.
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Pero – y a esto quería llegar – estas tres películas muestran situaciones que indican una actitud machista, despótica, absolutista ante personajes femeninos que, por una u otra razón, no pueden ofrecer resistencia. Y que quizá son menoscabados pues sus verdugos adivinan que no los pueden poseer.
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En definitiva, toda una cuestión de poder sexista.
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domingo, 20 de febrero de 2011

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Help! (¡Socorro!)
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Por Jorge Piva

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Aproveché parte de mis vacaciones para hacer lo que normalmente se hace en este período, que es trabajar en arreglos domésticos postergados, selección y descarte de cosas inútiles, búsqueda minuciosa de algún objeto o papel extraviado durante el año anterior, y cosas así, con lo cual comencé a extrañar el meticuloso sedentarismo de la oficina. Mientras estaba en esa tarea, encontré diez o quince suplementos de espectáculos que había guardado para una nota que mi pereza recién se dispone a dictarme ahora. Aunque el registro de nombres pertenece a meses atrás, no afecta al sustrato del asunto, como se verá, y estoy seguro que poco cambiaría si me pusiera a actualizarlos coleccionando diez suplementos de estos días.
El asunto es que la lectura de aquellos suplementos de espectáculos me motivó un complejo de inferioridad en cuanto a información, formación o simple curiosidad sobre música actual. En otras palabras, me sentí un bruto musical, porque no pude desentrañar de qué me estaban hablando.
Cito algunos de los grupos y solistas que pasaron por los escenarios cordobeses: Trevor Harmonic, Hyperstatic, Doble Hache Team, Sullivan, Lautremont, Capuchas de Hop, Crosstrown Traffic, Toxic Twins (show visual), In Fieri I (experimentación sensorial), Rouge&Roll, Willy Crook, Artillería Soundsystem, Novik, Hammer, Acuática Point. Los lugares de actuación fueron Abya Yala, The Boss, Studio Theater, Babylon, Urban Club, Undici Resto Bar, Tsunami, entre otros, y algunas entradas se vendieron en Buda Town. Hubo dee jays denominados Morobox (un colectivo pop), Lady Lu y Ameri boy. Un concurso destinado a bandas locales (de músicos) tuvo por nombre Voodoo Lounge Music Contest. Hubieron unos tales GroovePlan y On Fire! que no pude desentrañar qué hacían, pero estaban en la sección de música. Los géneros interpretativos sí estuvieron bien delimitados por los cronistas: pop, rock, covers, techno, punk rock, funk, reggae, pop rock, blues, indie, metalcore, electropop, ska, heavy metal, rock mestizo, grunge, blues-rock.
En un reportaje a uno de aquellos músicos, el entrevistador preguntaba:
-"¿Cómo te ves para un freestyle para tirar alguna rima en una batalla de MC?” En otra nota, se informaba: “La banda de electropop presenta eeMm, su EP debut”.
Un comentario sobre no recuerdo qué grupo o solista –se me hizo imposible retener el nombre en jerga indoinglesa- expresaba el siguiente críptico párrafo, que seguramente es cristalino para la logia de iniciados que cultiva estas aficiones: “…
sigue generando (en pleno siglo XXI) una incendiaria y bien puesta distorsión (saturada).”
Cuando comenzaba a creer que mi irritación por no entender nada de todo ello era producto de estar convirtiéndome en un viejo anticuado y retrógrado, otro párrafo vino en auxilio de mi autoestima, ya que me llevó a pensar que mi ignorancia quizá sea la normal de un ciudadano común y corriente, y en cambio sean algunos de estos artistas los que tienen algún cable pelado. Leí:“Para el observador desapasionado y eventual del reggae nacional, la estrella de Dread Mar-I es hoy, y vaya saber gracias a qué designio divino, la más fulgurante de la escena sustentada por los dreadlocks argentinos. ( … ) Tiene referencias habituales al Ser superior que reconoce como Jah”. Luego el cronista alude al tracklist desarrollado por el grupo.
Quizá ocurra que a semejanza del Síndrome de Estocolmo (la víctima simpatiza con el victimario, dicho en elemental síntesis) los que escriben sobre la “incendiaria y bien puesta distorsión (saturada)” o dan cuenta del “Ser superior que reconoce como Jah”, también terminen con algunos tornillos flojos de tanto confraternizar con estos profetas del ruido.
Lo que no leí en ningún lado es si algo de toda esta parafernalia vale la pena de ir a presenciarse (no digo oírse, porque imagino que las sesiones son a un volumen propiciatorio de la hipoacusia) o si tiene algún atisbo de valor artístico, o si la profusa información es simple publicidad paga o gratuita para la secta ilustrada que en un golpe de oído puede diferenciar el funk del grunge o el indie y
la distorsión (saturada).
Sí, hay un par de cultores de estos ritmos que se autotitulan contestatarios, de protesta o ajenos –y objetores- del circuito comercial. Con cara desafiante para con el sistema capitalista posan para la foto en diarios que leen sectores de medio y alto poder adquisitivo.
¿Es criticable que estos chicos –y algunos disfrazados de tales- elijan nombres extranjeros para denominar grupos y seudónimos, como si ello fuera más prestigioso que llamarse, por ejemplo, “Los roñosos”? De ninguna manera. A mí, que de inglés sé poco más que el this is a pencil del primario, no me gusta. Pero la tendencia es una muestra de lo que somos. Locales de ropa, casas de comida y negocios de todo tipo, desde kioscos hasta inmobiliarias, se bautizan con la pátina de modernidad que supone un anglicismo. Basta recorrer algunas cuadras de cualquier avenida comercial de la ciudad y observar la cartelería para constatar este hecho. Es un mal menor, en todo caso, haber sido colonizados culturalmente a través del idioma de Shakespeare: no quiero pensar lo que sería nuestra nomenclatura comercial con nombres hindúes o nepaleses, y a una pizzería, por ejemplo, la bautizaran raphridatamakputra (para llevar).
Jorge Asís, en su breve gestión como Secretario de Cultura del gobierno de Carlos Menem, propuso obligar a los comercios a utilizar nombres castellanos, y, por ejemplo, anunciar “liquidación” en vez de “for sale” o volver al tradicional “saldos y retazos” en lugar de “outlet”. Tuvo que renunciar ante la ridiculización y el escarnio público motorizado principalmente por el diario Clarín, que en un perfecto ejemplo de inducción interesada de opinión pública convocó a intelectuales y especialistas que opinaron sobre el dinamismo del lenguaje y la imposibilidad de regularlo. (Podría haber convocado a otros tantos que apoyaran la iniciativa). El diario pasó a cobrarse así una vieja deuda: Asís, sin ningún prurito moral, había desnudado las andanzas profesionales y personales de quienes integraban Clarín cuando él trabajó allí, en época de la dictadura, en un libro que se llamó “Diario de la Argentina”. La venganza llegó quince años después y lamentablemente dejó trunco lo que hubiera sido, al menos, un interesante debate.
La misma pregunta anterior: ¿es este nomenclador extranjerizante criticable o preocupante? La misma respuesta: quizá no, quizá sea el epifenómeno de lo que somos, o nos hemos convertido. Hoy en día no hay actividad que no esté nutrida por terminología de otros idiomas, en algunos casos naturalmente (la jerga informática que nos llegó con el desarrollo de esa industria) y en otros por esnobismo o simple tontería (bautizar “Shoes” a una vulgar zapatería). En cualquier momento a nuestras autóctonas y ramplonas pollerías, donde a la vez se venden huevos, las dotaremos de mayor prestigio social denominándolas “Chickens and eggs”.
Especialistas en lenguaje sostienen que este fenómeno de globalización idiomática no representa un peligro para las lenguas nacionales. Quizá más preocupante sea el sustrato de todo ello, que, para no abundar aquí, puede leerse en notas de Juan Marguch que pueden rastrearse por Internet. Así, “La mesa de los argentinos” se inicia con esta frase: “Sorprende que el país que podría producir alimentos para 330 millones de personas haya transferido a capitales extranjeros la casi totalidad de sus industrias de la alimentación”. En “Los dueños de la tierra” Marguch señala que la Federación Agraria estima en un 10% el territorio nacional que pertenece a inversores foráneos, además de que “La mayor producción de soja, azúcar, pollo y carne ha quedado en manos de grandes empresas, casi todas ellas de capital extranjero”.
Ante esto y en la comparación, cualquier jovencito que forme su banda musical y le ponga un nombre inglés –algo ciertamente inofensivo- bien puede comentar estas líneas con el típico gesto anglosajón del dedo anular levantado, gritarnos ¡faquiu, chabón! y no habrá nada para objetarle.
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martes, 8 de febrero de 2011

Tres escritoras. Tres estilos. Tres heroínas .Un mismo tema
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Por J. Lagos
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Coincidentemente – o no, ya que por el temor a las malas traducciones leo libros escritos en español la mayoría de las veces, salvo excepciones que me garanticen buenos traductores, casos Umberto Eco o Ewan Mc Ewan o Martin Amis o Paul Auster y no mucho más – he leído, en estas semanas de verano, tres libros escritos por tres autoras españolas cuyo eje vertebral es la Guerra Civil que devastó a la península entre 1936 – 1939.
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Las tres escritoras a las que aludo son, por orden “de mérito” - empezando por lo menor y terminando por lo mejor- (ojo, que entiendo que esto puede sonar muy antipático y además, es muy personal – las comparaciones siempre son odiosas): Julia Navarro, María Dueñas y Almudena Grandes.
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Vamos por orden, como corresponde.
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Julia Navarro es una periodista que en los últimos años ha tenido un gran éxito con sus novelas, entre cuyos trabajos figuran La Hermandad de la Sábana Blanca o La sangre de los Inocentes. Ha vendido millones de ejemplares.
El título que nos ocupa hoy es Dime quién soy (Plaza & Janés)) un libraco de unas 1100 páginas - además la edición española, la única, es de tapas duras y pesa una tonelá (no lo recomiendo para leer en posición horizontal, precisamente, ya sea en el hogar o en la playa) – que se adentra en la investigación sobre una espía española que los descendientes han emprendido en nuestros días. Encargándole el trabajo a un joven periodista, la novela nos pasea por los años de la Segunda República española, la Guerra Civil, los tiempos de la guerra fría, la Alemania dividida o la caída del Muro de Berlín hasta llegar a la actualidad.
Lineal y desbordado de situaciones, con una prosa simple y con muchísimo diálogo, el libro entretiene por lo que de hechos históricos contiene y también por las coincidencias de las circunstancias, algunas tan inverosímiles que rozan el folletín. No faltan los momentos románticos, asimismo. Si bien la autora no presenta fuente bibliográfica alguna el conocedor del tema advierte las referencias verificables a lo largo de tantas páginas.
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La dejamos a J. Navarro para pasar a María Dueñas, autora de El tiempo entre costuras (Edit. Planeta – 650 págs). Con una prosa finísima, llena de metáforas sorprendentes por lo imaginativas y poseedora de un lenguaje depurado y rico, Dueñas también incursiona en el singular periplo de una muchacha española, que de simple modistilla de Madrid pasa a ocupar un lugar privilegiado entre los espías más reputados de su época. Con personajes de ficción enmarcados en un contexto histórico – y con una buena bibliografía a cuestas – la novela de María Dueñas tiene el tono de su autora, minuciosa en cuanto a verosimilitud (“Las convenciones de la vida académica de la cual formo parte, explica Dueñas en su nota final, exigen a los autores reconocer sus fuentes de manera ordenada y rigurosa”). Un excelente trabajo de una escritora hasta ahora desconocida para mí. Junto a la novela de Navarro, las dos se internan en el universo del suspenso policial.
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Finalmente, llegamos a Inés y la alegría de Almudena Grandes (Tusquets), obra monumental si las hay ya que integra una totalidad de seis volúmenes que la autora tiene planeado escribir en los próximos tiempos titulada Episodios de una Guerra Interminable, inspirada y vinculada a Episodios Nacionales de su admirado Benito Pérez Galdós, según ella confiesa. En alrededor de 730 páginas, Grandes (Las edades de Lulú o El corazón helado, entre otras) descubre para el fascinado lector la calidad de la literatura mayor; de una novela de episodios históricos donde no faltan el amor, ni los celos, ni la duda, ni la traición, ni el dolor, ni la revancha. Con personajes reales y otros de ficción, se recrean los vericuetos y circunstancias de un momento terrible de la historia del siglo XX, mediante una prosa compleja y riquísima por una parte, y sencilla y accesible por otra. A los personajes se los muestra humanos, mucho más que en las dos novelas anteriormente comentadas, quizá porque intentar el suspenso hace que el escritor provoque – a veces - situaciones forzadas.
Está el lector ante una gran novelista que, me atrevo a aseverarlo, aguardará ansioso la continuidad de este trabajo exhaustivo.
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En definitiva y volviendo al título de esta nota: tres escritoras; tres heroínas; tres estilos; un mismo tema. El pasado que vuelve y se refleja a través de lentes con colores y graduaciones diferentes.
Interesante fenómeno, por cierto.

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jueves, 3 de febrero de 2011

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“El cementerio de Praga”, última ficción del gran maestro
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Por J. Lagos
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Tras la catarata de opiniones (algunas divertidas, otras ofuscadas) que ha provocado el último libro de Umberto Eco poco es lo que se puede agregar. Ya mucho ha sido escrito. Esta es simplemente una apostilla más a lo que ha sido dicho mejor por críticos literarios varios.
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El viejo maestro, zorro, astuto, se ha dado el gusto – una vez más, pero quizá más que antes – y ha vuelto a patear el tablero. Con un tema risqué, audaz, atrevido. ¿Pero quién, si no son los más involucrados, se puede sentir tocado? ¿Acaso todo lo que dice no está aceptado, masticado, degustado, en la más cercana iconografía de cada uno de los tipos humanos que analiza hasta trocarlos en clichés? ¿Hasta llegar a transformarlos en estereotipos – rayanos en la caricatura -que se repiten una y otra vez? Él debe haber pensado: ¡no seamos hipócritas, muchachos y digámoslo!
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El personaje principal del libro es una suerte de pintoresco misántropo-misógino, falsificador experto (cercano a una lacra humana) que nada ve bien en los demás - odia a todo bicho que camina…y él, en más de una ocasión, se las ingenia para que vaya a parar al asador. Lo que es seguro es una cosa: conviene tomar con humor este devaneo por los documentos apócrifos que se encarga de trazar – y muy bien – el protagonista del libro, hasta llegar a pergeñar lo que la posteridad conoce como Los Protocolos de los sabios de Sión. Tema controvertido si los hay, que Eco desafía y del cual sale airoso. Nadie se salva aquí: ni los judíos(han puesto el grito en el cielo instituciones varias) ni los católicos (el Vaticano se ha rasgado las vestiduras), ni integrantes de diferentes logias (templarios, masones, carbonarios, cada una ubicada en su tiempo) y comunidades (jesuitas) que en el mundo ha habido…y que seguramente siguen y seguirán existiendo. El tema en definitiva, es desenmascarar a quienes intentan la dominación mundial que, por lo que sabemos, hay y muchos. Ahora, en estos tiempos - llámense corporaciones, gobiernos de derechas y totalitarios, multinacionales, ideologías diversas, bandas, fábricas de armamentos, laboratorios farmacéuticos, etcétera - se siguen irguiendo fantasmas de supuestos dueños de la verdad que intentan apoderarse de voluntades y bienes ajenos. Sobre todo siempre a través de métodos violentos y aberrantes. Las formas cambian pero intrínsecamente el fondo es el mismo...
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Eco, con su conocimiento de la condición humana y tomándolo un poco en solfa, un tanto en serio, pone sobre el tapete una enorme erudición y fascina al lector con todo su conocimiento y con su pluma inigualable. Alrededor de treinta años de investigación para la escritura de este libro se suman a lo que venimos sabiendo de Eco desde siempre: a su talento literario se une un innato sentido del humor que hacen que hasta los temas más urticantes puedan ser tratados con donaire.
En definitiva: ¡Chapeau, maestro!
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