viernes, 29 de mayo de 2009

Muñeca rusa

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No sé bien en qué año aterrizaron en Córdoba, pero debe haber sido aproximadamente en la década de los 80. Llegaron junto a alguno de los tantos ballets rusos que por esa época ya habían comenzado a saltar de uno a otro continente, antes de la caída del Muro, cuando ya se advertía una cierta relajación en las condiciones de la otrora URSS.

Para mí, que he tenido la dicha de conocer sobre el escenario a los más grandes bailarines del mundo, desde los 70 a esta parte (léase Nureyev, Jorge Donn, -sí, cómo no- Plisetskaia, Julio Bocca, Paloma Herrera, Marcia Haydée, etc), fue un deslumbramiento y un regocijo: había llegado la pareja conformada por Vladimir Vasiliev y Ekaterina Maximova. Creo que solamente los balletómanos llegaron a darse cuenta de quiénes eran esas dos maravillas que flotaban sobre el escenario del teatro Rivera Indarte.

Los que allí estuvimos supimos que éramos privilegiados: pocas veces se han visto tanto vigor y tanto encanto unidos. Entre otros personajes interpretados, aquella Paquita fue única; aquel Don Lucien fue excepcional.
Ella (ahora me doy cuenta), ya era una veterana, pero en el escenario no pasaba de los veinte. Era bellísima, era La Gracia. Era perfecta. Menuda y jovial, se devoró al público. El también: alto, rubio, un verdadero efebo. Los dos se transformaron en inolvidables en el Parnaso de los Dioses.

Cuando dejaron Córdoba, se iban a seguir la gira por el Extremo Oriente. Poco tiempo después nos enteramos del intento de suicidio de la bella Katia, en el hotel en el que estaban alojados. Enloquecida por los celos, había descubierto el affaire de su marido con una bailarina.
Parece que la vida de esa pareja se mantuvo en un tembladeral permanente. A veces las grandes uniones distan mucho de la perfección.

Para saber de quiénes estoy hablando – o escribiendo – hay una opción: vea el filme La Traviata (1983) de Franco Zeffirelli. En la escena del baile español, los dos dan una clase magistral de lo que debe ser la danza: entrega, pasión, disciplina, alegría.

Han pasado casi treinta años. Ella acaba de morir recién cumplidos los 70.

Adiós, muñeca rusa.
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domingo, 24 de mayo de 2009

Aquellos dorados 70...

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En aquella década fue un ícono y casi, casi, se diría un ejemplo para las chicas y muchachos que andaban buscando soluciones a la ingravidez de la tierra bajo sus pies en la época de la guerra de Vietnam y del naciente movimiento hippie. La muchacha se las traía y desde aquel grupete vanguardista del Di Tella, despertaba la admiración de unos cuantos. Por ejemplo, de quien escribe ésto, pues, en el ámbito de la cultura y de las ideologías era todo un camino a tener en cuenta.

Las mil y una Nachas me deslumbró en el setenta y pico, puesta en escena en el Margarita Xirgu. Ella si sabía qué hacer sobre un escenario, mientras se reía de sí misma cantando, con su particular voz de falsete (muy educada, por otra parte), aquel Fumando espero antológico mientras con su larga boquilla lanzaba bocanadas de humo desde el escenario. (Claro, Greenpeace aun no había hecho su aparición por estos lares).

Después llegó el exilio –tras un brutal atentado en el teatro donde se disponía a estrenar un nuevo trabajo de impronta progre– y supimos de sus éxitos en el off Broadway (ojo, no es fácil hacerlo en el Broadway propiamente dicho) y de sus desplazamientos hacia uno y otro lugar del planeta. Pero la tierra tira. Y en cuanto pudo, con maridos varios e hijos a cuestas, emprendió el camino del regreso.

Se la recibió con los brazos abiertos. La naciente democracia valoró su talento y su audacia. Y siguió deslumbrando desde los escenarios – y fuera de ellos, cuando se apropió de la receta de la Fuente de Juvencia, que por cierto es casi propiedad exclusiva de ella. Le cantó a Mario Benedetti. Tuvo un fallido programa de TV; cuando se la interroga sobre el mismo, repite que era demasiado adelantado para sus tiempos. Y quizá razón no le falte. Porque mas allá de los delirios místicos de rebautizarse Guevara, la mujer es una verdadera vanguardista.

Y también personificó a Eva Perón. Lo hizo a su estilo, exaltado y refinado al mismo tiempo. Pero siempre impecable. El problema es cuando un intérprete cree ser la reencarnación del personaje. Allí la cosa empieza a hacer aguas. Y a Nacha le ha pasado eso, evidentemente. Pues con su aparente inteligencia de otra manera no se explica como ha podido dar este paso que acaba de dar.

Siempre la admiré. Por su capacidad de trabajo indomeñable; por su indudable talento y por una postura política definida -cuestionable, si se quiere- pero a todas luces, sincera.

Pero a la mujer que hace unos años se vanaglorió de que “60 años no es nada” –título de su autobiografía– se le han mezclado los tantos. Daba pena y vergüenza ajena verla vestida con un impecable tailleur oscuro, delgadísima, (hermosa), con el cabello blondo y la réplica de la bandera-broche que usaba Evita (subastada a un millonario yanqui hace unos años), el día en que el ¿ex? presidente Kirchner lanzó su candidatura. Me dí cuenta –y a esta altura “huelo” las cosas– que se la creía… Casi, casi, como si fuera una Evita rediviva… En fin, como bien dijo Abel Posse, el poder embriaga y anestesia.
Sobre todo, confunde las mentes. Una lástima.
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