domingo, 20 de febrero de 2011

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Help! (¡Socorro!)
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Por Jorge Piva

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Aproveché parte de mis vacaciones para hacer lo que normalmente se hace en este período, que es trabajar en arreglos domésticos postergados, selección y descarte de cosas inútiles, búsqueda minuciosa de algún objeto o papel extraviado durante el año anterior, y cosas así, con lo cual comencé a extrañar el meticuloso sedentarismo de la oficina. Mientras estaba en esa tarea, encontré diez o quince suplementos de espectáculos que había guardado para una nota que mi pereza recién se dispone a dictarme ahora. Aunque el registro de nombres pertenece a meses atrás, no afecta al sustrato del asunto, como se verá, y estoy seguro que poco cambiaría si me pusiera a actualizarlos coleccionando diez suplementos de estos días.
El asunto es que la lectura de aquellos suplementos de espectáculos me motivó un complejo de inferioridad en cuanto a información, formación o simple curiosidad sobre música actual. En otras palabras, me sentí un bruto musical, porque no pude desentrañar de qué me estaban hablando.
Cito algunos de los grupos y solistas que pasaron por los escenarios cordobeses: Trevor Harmonic, Hyperstatic, Doble Hache Team, Sullivan, Lautremont, Capuchas de Hop, Crosstrown Traffic, Toxic Twins (show visual), In Fieri I (experimentación sensorial), Rouge&Roll, Willy Crook, Artillería Soundsystem, Novik, Hammer, Acuática Point. Los lugares de actuación fueron Abya Yala, The Boss, Studio Theater, Babylon, Urban Club, Undici Resto Bar, Tsunami, entre otros, y algunas entradas se vendieron en Buda Town. Hubo dee jays denominados Morobox (un colectivo pop), Lady Lu y Ameri boy. Un concurso destinado a bandas locales (de músicos) tuvo por nombre Voodoo Lounge Music Contest. Hubieron unos tales GroovePlan y On Fire! que no pude desentrañar qué hacían, pero estaban en la sección de música. Los géneros interpretativos sí estuvieron bien delimitados por los cronistas: pop, rock, covers, techno, punk rock, funk, reggae, pop rock, blues, indie, metalcore, electropop, ska, heavy metal, rock mestizo, grunge, blues-rock.
En un reportaje a uno de aquellos músicos, el entrevistador preguntaba:
-"¿Cómo te ves para un freestyle para tirar alguna rima en una batalla de MC?” En otra nota, se informaba: “La banda de electropop presenta eeMm, su EP debut”.
Un comentario sobre no recuerdo qué grupo o solista –se me hizo imposible retener el nombre en jerga indoinglesa- expresaba el siguiente críptico párrafo, que seguramente es cristalino para la logia de iniciados que cultiva estas aficiones: “…
sigue generando (en pleno siglo XXI) una incendiaria y bien puesta distorsión (saturada).”
Cuando comenzaba a creer que mi irritación por no entender nada de todo ello era producto de estar convirtiéndome en un viejo anticuado y retrógrado, otro párrafo vino en auxilio de mi autoestima, ya que me llevó a pensar que mi ignorancia quizá sea la normal de un ciudadano común y corriente, y en cambio sean algunos de estos artistas los que tienen algún cable pelado. Leí:“Para el observador desapasionado y eventual del reggae nacional, la estrella de Dread Mar-I es hoy, y vaya saber gracias a qué designio divino, la más fulgurante de la escena sustentada por los dreadlocks argentinos. ( … ) Tiene referencias habituales al Ser superior que reconoce como Jah”. Luego el cronista alude al tracklist desarrollado por el grupo.
Quizá ocurra que a semejanza del Síndrome de Estocolmo (la víctima simpatiza con el victimario, dicho en elemental síntesis) los que escriben sobre la “incendiaria y bien puesta distorsión (saturada)” o dan cuenta del “Ser superior que reconoce como Jah”, también terminen con algunos tornillos flojos de tanto confraternizar con estos profetas del ruido.
Lo que no leí en ningún lado es si algo de toda esta parafernalia vale la pena de ir a presenciarse (no digo oírse, porque imagino que las sesiones son a un volumen propiciatorio de la hipoacusia) o si tiene algún atisbo de valor artístico, o si la profusa información es simple publicidad paga o gratuita para la secta ilustrada que en un golpe de oído puede diferenciar el funk del grunge o el indie y
la distorsión (saturada).
Sí, hay un par de cultores de estos ritmos que se autotitulan contestatarios, de protesta o ajenos –y objetores- del circuito comercial. Con cara desafiante para con el sistema capitalista posan para la foto en diarios que leen sectores de medio y alto poder adquisitivo.
¿Es criticable que estos chicos –y algunos disfrazados de tales- elijan nombres extranjeros para denominar grupos y seudónimos, como si ello fuera más prestigioso que llamarse, por ejemplo, “Los roñosos”? De ninguna manera. A mí, que de inglés sé poco más que el this is a pencil del primario, no me gusta. Pero la tendencia es una muestra de lo que somos. Locales de ropa, casas de comida y negocios de todo tipo, desde kioscos hasta inmobiliarias, se bautizan con la pátina de modernidad que supone un anglicismo. Basta recorrer algunas cuadras de cualquier avenida comercial de la ciudad y observar la cartelería para constatar este hecho. Es un mal menor, en todo caso, haber sido colonizados culturalmente a través del idioma de Shakespeare: no quiero pensar lo que sería nuestra nomenclatura comercial con nombres hindúes o nepaleses, y a una pizzería, por ejemplo, la bautizaran raphridatamakputra (para llevar).
Jorge Asís, en su breve gestión como Secretario de Cultura del gobierno de Carlos Menem, propuso obligar a los comercios a utilizar nombres castellanos, y, por ejemplo, anunciar “liquidación” en vez de “for sale” o volver al tradicional “saldos y retazos” en lugar de “outlet”. Tuvo que renunciar ante la ridiculización y el escarnio público motorizado principalmente por el diario Clarín, que en un perfecto ejemplo de inducción interesada de opinión pública convocó a intelectuales y especialistas que opinaron sobre el dinamismo del lenguaje y la imposibilidad de regularlo. (Podría haber convocado a otros tantos que apoyaran la iniciativa). El diario pasó a cobrarse así una vieja deuda: Asís, sin ningún prurito moral, había desnudado las andanzas profesionales y personales de quienes integraban Clarín cuando él trabajó allí, en época de la dictadura, en un libro que se llamó “Diario de la Argentina”. La venganza llegó quince años después y lamentablemente dejó trunco lo que hubiera sido, al menos, un interesante debate.
La misma pregunta anterior: ¿es este nomenclador extranjerizante criticable o preocupante? La misma respuesta: quizá no, quizá sea el epifenómeno de lo que somos, o nos hemos convertido. Hoy en día no hay actividad que no esté nutrida por terminología de otros idiomas, en algunos casos naturalmente (la jerga informática que nos llegó con el desarrollo de esa industria) y en otros por esnobismo o simple tontería (bautizar “Shoes” a una vulgar zapatería). En cualquier momento a nuestras autóctonas y ramplonas pollerías, donde a la vez se venden huevos, las dotaremos de mayor prestigio social denominándolas “Chickens and eggs”.
Especialistas en lenguaje sostienen que este fenómeno de globalización idiomática no representa un peligro para las lenguas nacionales. Quizá más preocupante sea el sustrato de todo ello, que, para no abundar aquí, puede leerse en notas de Juan Marguch que pueden rastrearse por Internet. Así, “La mesa de los argentinos” se inicia con esta frase: “Sorprende que el país que podría producir alimentos para 330 millones de personas haya transferido a capitales extranjeros la casi totalidad de sus industrias de la alimentación”. En “Los dueños de la tierra” Marguch señala que la Federación Agraria estima en un 10% el territorio nacional que pertenece a inversores foráneos, además de que “La mayor producción de soja, azúcar, pollo y carne ha quedado en manos de grandes empresas, casi todas ellas de capital extranjero”.
Ante esto y en la comparación, cualquier jovencito que forme su banda musical y le ponga un nombre inglés –algo ciertamente inofensivo- bien puede comentar estas líneas con el típico gesto anglosajón del dedo anular levantado, gritarnos ¡faquiu, chabón! y no habrá nada para objetarle.
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