lunes, 15 de febrero de 2010

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Algunas consideraciones sobre una elección
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por J. L.
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Antes de pasar a darles varios datos sobre algunos de los programas que, a lo largo de todos los domingos de 2009 tuve el gusto de hacer en FM Cielo, quiero contarles el porqué de mi elección de los dos temas musicales que abren y cierran el programa.

El primero es una versión del Moritat de “La ópera de tres centavos” de Brecht – Weill interpretado por la alemana Ute Lemper. Un momento musical que –para mí– es la esencia del mundo del espectáculo. Ese universo mezcla de music-hall, varieté, cabaret berlinés, grand guignol, burlesque, revista, café concert, vodevil o como se prefiera llamarlo –denominaciones varias que a su vez representan vertientes diferentes- que condensa lo que de feroz, burlón, grotesco, ridículo, etcétera, muestra la vida, cuando a sus matices ácidos se los pasa por el tamiz del arte, con canciones “a favor de la resistencia ante la desgracia”, como muy bien expresara un crítico teatral. El segundo tema es, precisamente,”El viejo varieté”, versión acriollada de aquellos temas que aborda ese universo tan particular, con letra y música de María Elena Walsh y la voz incomparable de Susana Rinaldi.

Haber elegido estas dos composiciones tienen un gran sentido para mí y de alguna manera, quisiera transmitírselo a ustedes, mis amigos.

Despreciado por muchos, es, sin dudas un género que comenzó siendo para la plebe y, como sucede con muchas otras facetas del arte, pasó a tener otra envergadura, Pensemos en Chaplin o en Bretch y Weill, quienes pergeñaran precisamente aquella ópera… Lo mismo sucedió en su momento con el propio género operístico; lo mismo está pasando con la llamada comedia musical, que entre sus referentes “serios” tiene a Gershwin o a Sondheim entre otros… Como todos bien sabemos, la cultura (en este caso la artística) va evolucionando y lo que hoy se anatemiza (recordemos los ataques que sufrió Piazzolla en sus inicios, nomás), mañana puede pasar a tener la categoría de “clásico” o de obra de arte.

Pero vuelvo al porqué de mi elección -aunque ni yo lo tenga muy definido-, más allá del gusto personal. Lo que quiero explicitar es lo siguiente: a esta altura de mi vida me gustan los mensajes esclarecidos, y lo edulcorado (o disfrazado de color rosa) me molesta. Por lo tanto descreo del Hollywood tradicional con sus mensajes falsos. Y si bien acepto de buena gana entrar en los códigos del espectáculo –si no es así, ni vale la pena que usted se moleste en seguir leyendo– con toda la artificiosidad que contiene, creo que el mensaje debe mostrar la realidad y, si es necesario, hasta la mugre del mundo. Cuando a todo éso se le añade el moño de la compasión, mejor que mejor. Por tal razón (y vaya a saber por cuántas más, sin lugar a dudas) amo ese género mezcla de escepticismo y de mordacidad, más una pizca de ternura hacia el ser humano.

En definitiva, condensa a través de letra y música un aspecto de la naturaleza humana, a veces terrible, a veces atroz, que hay que tener en cuenta. Ni más ni menos. Visto a través de la óptica de una de las tantas facetas que posee el arte del espectáculo.

Lo que no es poco, por cierto.
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lunes, 1 de febrero de 2010

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Una despedida conmovedora
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por J. L.
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Se ha ido un grande de la cultura y los que estamos en esto del periodismo y la literatura bien lo sabemos. La muerte de Tomás Eloy Martínez deja, sin dudas, un espacio vacío que, esperamos, sea llenado con alguien de su talla.

Pero más allá de las loas que seguramente, ya se están entonando en el mundo, -su novela más famosa, Santa Evita, fue traducida a más de 30 idiomas– quiero detenerme en otro autor, también argentino él, sin tantos lauros, pero de quien, semana tras semana (y desde hace varios años, temporada tras temporada) nos ofrece las páginas más íntimas de la circunstancia humana (por ejemplo, los momentos postreros de alguien que, después nos enteramos, acaba de morir) de una manera tan leve, tan delicada, que provocan una ternura indescriptible. Me estoy refiriendo a las crónicas que, periódicamente, Jorge Fernández Díaz nos ofrece desde las páginas sabatinas del diario La Nación.

No quisiera hacer una enumeración aburrida de los personajes a los que se ha referido desde esas columnas. Pero tras aquella conmovedora crónica sobre la vida de Mira Erlich (la heroína de la novela El ghetto de las ocho puertas) hasta la nota de despedida que le hiciera a T.E. Martínez este 1 de febrero –en la que narra la última vez que lo vió, durante una visita que le efectuara un caluroso día de este pasado enero- he ido advirtiendo (y esto lo digo a título muy personal) que estamos delante de un narrador de excepción que, además de caracterizarse por tener valiosísimas fuentes de información, sabe adentrarse en lo más profundo de la condición humana. Cosa que sin duda no es poco. Por otra parte, la prosa de F Díaz, además de mostrarlo como un caballero hidalgo, tiene encanto. Algo que, por muy buenos que sean, pocos consiguen.

Lejos estoy de querer hacer un paralelismo entre la literatura notable de un grande consagrado en el mundo como lo es Tomás Eloy Martínez y la de Jorge Fernández Díaz, quien, a pesar de tener mucha obra bellísima en su haber (a las crónicas periodísticas, se le deben sumar sus novelas Mamá, Fernández, El dilema de los próceres, Corazones desatados, La logia de Cádiz, La segunda vida de las flores) aún es muy joven y tiene ante sí un largo camino para recorrer. Pero luego de leer su crónica sobre la “despedida” que le hiciera al escritor recientemente desaparecido y tras la desesperación que provoca la partida de un grande, cuando deja el interrogante de “quién será capaz de llenar ese espacio” (que tampoco es así la cuestión), leyéndolo a Fernández Díaz me pregunto: ¿Por qué no?
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