sábado, 26 de septiembre de 2009

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Eduardo William Hermes Ruccio, Sarlanga

Ultimas páginas de
un libro olvidado


Por Jorge Piva

Donde empieza el Cerro de las Rosas, en calle Tristán Malbrán, la luminosa mañana de primavera puede sugerir a cualquier desprevenido que la vida es bella.
Estoy frente a la casa de descanso “Cristo Rey”, esperando que me atiendan. “Vengo a ver a Sarlanga”, digo, y justifico mi falta de preaviso con un teléfono erróneo, mi ignorancia del horario de visitas, pasaba por ahí. “Hay un horario –dice una solícita señorita de guardapolvo blanco, Cecilia- pero Sarlanga es un caso aparte, es un personaje público. Pase”.
-Está con la novia – me anticipa, y me conduce a una sala amplia, impecable, donde hay un piano y algunos hombres y mujeres desayunan, silenciosos, otros están simplemente sentados y nadie atiende a un televisor.
Me asomo, con el pudor de asistir a una escena íntima. Una cabeza de pelo blanco y largo mira a una anciana locuaz y pequeña. Están tomados de la mano. “Están todo el día así” acota Cecilia.
La cabeza blanca gira, me ve, abre los ojos y sonríe; quizá tarde en reconocerme. Por las dudas, me presento ante la mujer, de mirada vivaz, que se llama María Ida. Sarlanga le suelta la mano sólo para incorporarse y darme un abrazo.
-Estás como siempre –le digo-. Pero no sé si porque seguís siendo joven, o siempre fuiste viejo.
Sarlanga larga la risotada larga y aguda de siempre. Ha cumplido 80 años. “El 22 de abril”, dice María Ida y a partir de allí hablará por ella y por Sarlanga, contándome de ambos, que ella es profesora de música, que toca el piano y que él se le declaró mediante una carta en un cuaderno, poco después de la fiesta de cumpleaños donde estuvieron varios amigos, que salió en el diario, y donde Sarlanga bailó tangos.

Eduardo William Hermes Ruccio dejó de llamarse así desde jovencito, cuando frecuentaba la cancha de Boca para ver a su ídolo, un centrodelantero goleador de los años ‘40: Sarlanga. El apelativo le sentó mejor que aquel nombre largo, raro y de apellido que siempre había que explicar cómo se pronunciaba y escribía. Hacía rato que era Sarlanga cuando llegó a Córdoba, hacia 1977, precedido de ilustres antecedentes profesionales como diagramador de diarios y revistas, para diseñar el formato de Tiempo de Córdoba. Según él mismo, rayar papeles y amasar tallarines era lo único que sabía hacer, o por lo menos hacerlo bien. El resto siempre había sido, y siguió siendo, más o menos caótico. Después del cierre de Tiempo, se incorporó a La Voz del Interior, donde se jubiló. Mientras tanto diagramó publicaciones fugaces y cosechó amigos estables, a la par de cimentar su fama de buen tipo, que excedió al ambiente periodístico. Sus últimos días productivos los transitó haciendo lo que más le gustaba, según decía, que era dibujar y diagramar sin que nadie le impusiera criterios, sin recibir órdenes ni darlas, y así pudo hacerlo con la revistas La Luciérnaga y Umbrales, del Cispren, en cuya sede de calle Obispo Trejo trabajaba, almorzaba, recibía a los amigos y portaba casi todo lo que tenía: un par de sacos cruzados, de solapas anchas, que de tan antiguos cada lustro volvían a ponerse de moda, una corbata con la imagen de Chaplin y un portafolio con papeles y lápices, que olvidaba en cualquier parte.
Allí me había citado en diciembre de 2005, para pedirme una nota para un libro, su libro, una especie de autobiografía profesional ilustrada. “Siempre hice cosas para los demás-me había dicho- Ahora voy a hacer un libro para mí, como yo quiero y contando lo que quiero”. Lo estaba diagramando, había relatado sus decenas de anécdotas a otros, para que se las escribieran, y estaba tratando de encontrar fotos olvidadas en el vasto armario que había elegido para dejar sus mejores cosas: Córdoba. Ya tenía, me dijo, escritos de Miguel Clariá, Daniel Salzano y Eduardo Galeano, entre varios otros.
Luego de ello, periódicamente, le llamé por teléfono para saber cómo andaba el libro, diciéndole que se dejara de embromar, lo terminara y lo publicara de una buena vez. Distraía así mi impresión –generalizada- de que Sarlanga y cualquier forma de organización eran incompatibles. La última vez que hablamos me contó una confusa historia de extravíos, apropiaciones indebidas, promesas incumplidas, cosas que no sabía describir muy bien porque ni él mismo las entendía: el mal siempre le fue una materia naturalmente ajena e inconcebible. Cuando tiempo después su teléfono me dio fuera de servicio y alguien me informó que Sarlanga había enfermado, me resigné al presentimiento original de que el libro no llegaría a hacerse. Volví a preguntarle, ahora, y María Ida contestó por él que el proyecto de libro anda por ahí, que alguien ha recuperado algunos originales, que la hermana que vivía en Londres y viajó para atenderlo se ocupó del tema, que tuvo que poner o amenazar con abogados, que Sarlanga anduvo en la residencia con algunos otros papeles del libro, pero que los regaló, como hace con todo lo que le llega, la ropa, las revistas, excepto los lápices, que no los regala pero como siempre los olvida, aunque se los devuelven.
Sarlanga me había dicho en aquella reunión de años atrás que quería contar en el libro, por ejemplo, su accidentado ingreso a La Voz del Interior. Y me la contó, por si yo quería escribirla, porque no recordaba si ya se la había encargado a otro.
-No; qué Alfonsín ni ocho cuartos –dije-. Yo voy a contar que vos eras un lancero compulsivo.
-Gracias. Pero contá también lo de Alfonsín.

Sarlanga había ingresado a La Voz pocos días antes de que el flamante presidente Alfonsín llegara a Córdoba por primera vez en tal carácter. En su agenda, el presidente había incluido una visita al diario y éste había previsto un estricto protocolo, que incluía la prohibición al personal de dirigirle la palabra, dado que venía con un programa muy ajustado y su visita sería brevísima, limitada a una reunión con el directorio. El personal sólo podía observar el paso del presidente hacia la sala de reuniones, sin demorarlo con saludos, ni pedidos de autógrafos, ni cercanías que le cortaran el paso. La cuestión es que cuando Alfonsín caminaba por el pasillo humano que le habían formado, se detuvo y exclamó:
-¡Sarlanga! ¿Qué hacés acá?
Se abrazaron, hablaron, los jefes de personal se pusieron nerviosos, algunos no entendían y otros no pudieron disimular su envidia, que no se agotaría allí. Al día siguiente, Sarlanga, que aún estaba a prueba, fue llamado a comparecer ante el directorio en pleno, reunido alrededor de una gran mesa tipo directorio, adonde lo convocaron y ni siquiera lo hicieron sentar. Le preguntaron por qué había desobedecido las órdenes.
-Yo no hice nada –se excusó Sarlanga-. El presidente vino y me saludó.
-¿Por qué a usted?
-Y … porque es mi amigo.
Sarlanga es peronista, pero esto siempre fue para él y los demás un dato menor. Había conocido al presidente en un gremio, en Buenos Aires, que el joven abogado Alfonsín asesoraba, además de escribir notas para la revista sindical que Sarlanga diagramaba. El directorio de La Voz no se animó a sancionar a un amigo del presidente.

-Voy a contar la anécdota de Alfonsín –le digo ahora-. Y la de las citas amorosas que te inventaban en el Tiempo de Córdoba, por si el libro que estabas haciendo no se publica.
-Contá lo que quieras – me dice, y encuentro en ello un tono de resignación y desinterés.
Vuelve a hablar María Ida, que ha soportado, inquieta, uno o dos minutos sin hablar. Ya sabe que su novio ha sido y es tan popular como querido, y me dice que ella antes de ser profesora de música fue empleada en el casino de Alta Gracia, adonde un buen día de 1978 un señor que ganó mucha plata le dio una propina “por ser la más linda de todas las empleadas”. Entonces Sarlanga agrega que sus primeros sueldos en Córdoba se los jugaba en el casino de Alta Gracia, y que una noche de 1978 había ganado una pequeña fortuna (“siete mil pesos de entonces”), y le había echado el ojo a una de las empleadas, a la que le dio una propina “por ser la más linda de todas”. Ambos creen ahora que la bella y el afortunado eran ella y él, que se han reencontrado gracias a un misterioso designio, treinta años después.
-¿Y el novio cómo se porta?-le pregunto a María Ida.
-Muy bien. Lo único, es un poco mano larga. Pero conmigo no se va a hacer el vivo.
Cuando me voy, Cecilia saca de un cajón con llave un retrato dibujado y dedicado por Sarlanga, con una perfecta caligrafía redonda y firme.
-¿Sigue dibujando?
-Lo hacía todo el tiempo. Pero dejó desde que se puso de novio.
Pienso en las miles de páginas dibujadas, publicadas y olvidadas y en el desuso de esa forma artesanal de diagramación que también está declinando, como sus hacedores.
Le pregunto a Cecilia si sabe algo sobre un libro biográfico y me dice que algo le ha oído hablar al respecto, que anduvieron dando vueltas algunas cosas, pero no mucho más. En todo caso, a Sarlanga ya no le interesa, o se ha olvidado, porque cada vez tiene menos recuerdos y se va pareciendo a un niño sin mucho pasado. Y lo que más le interesa ahora, casi lo único, es pasar el día de la mano de María Ida, lo cual significa haber cumplido el deseo oculto de todo niño: ponerse de novio con la señorita de música.


Setiembre de 2009.




A continuación se transcribe, corregido, lo escrito para el libro biográfico de Sarlanga que iría a publicarse en 2006, aún no ha sido publicado y quién sabe si algún día se publicará. Y por esta misma razón.


La más pública cita clandestina


-Hola, Sarlanga; soy Gladys. ¿Te acordás de mí?
Sarlanga quiere recordar; repasa su calendario de Gladys, Gracielas, Glauces, la Gradisca de Amarcord. Pega el teléfono al oído y mira a su alrededor por encima de sus anteojos mínimos, temiendo que alguien pueda escuchar.
-Gladys, la del Teatro Cervantes, de Buenos Aires. Me dijiste que cuando viniera a Córdoba te hablara. Y bueno: aquí estoy.
Sarlanga no recuerda a Gladys, o recuerda a tres o cuatro, pero no a ésta de voz insinuante.
-¿Qué Gladys?
Sarlanga apenas murmura y vuelve a mirar a los demás. Es la media tarde. La redacción de Tiempo de Córdoba está a pleno, aunque, curiosamente, no se siente el tipeo frenético de las Lexicon y Olivetti. Algunos leen, otros parecen abstraídos. Sarlanga no sabe que están todos pendientes de él.
-Llegué hoy y me quedo hasta mañana- dice la que se dice Gladys-. Puedo aceptarte el café que me invitaste.
Sarlanga murmura un lugar, una dirección, dentro de media hora. Vuelve a su tablero, guarda algunas cosas y deja diagramas prolijamente desordenados, para aparentar que está trabajando. Va al baño. Se lava la cara, se peina, mastica una pastilla de menta. Ha dormido la siesta en una pequeña oficina del altillo, la puerta con llave, acostado arriba del único escritorio, las piernas colgando. Cuando sale del baño le avisan que tiene otra llamada.
-Disculpame, Sarlanga, pero en Córdoba me pierdo. ¿En qué bar me dijiste?
Quien habla es un pelado fornido, pero imita a la perfección la voz de cualquier mujer. Quienes lo secundan reprimen la risa espiando desde atrás de una puerta, o un fichero, observando e informando sobre los movimientos de Sarlanga, que se pone el saco y sale a la calle.
Sarlanga es, para los jóvenes de entonces, un viejo: orilla los cincuenta años. Usa el pelo larguito, a lo Alberto de Mendoza o Vinicius de Moraes; habla poco, escucha mucho, mira por sobre los anteojos mínimos y de vez en cuando estalla en una indiscreta carcajada de niño feliz, que se corresponde a su voz finita. Los jóvenes de entonces –es el año 1979- lo respetan con la distancia que imponen numerosas leyendas sobre su paso por los principales diarios y revistas de Buenos Aires, entre ellos Crisis y Clarín, su relación con muchos hombres famosos y mujeres anónimas. Porque Sarlanga no cuenta nada, o muy poco, mucho menos sobre mujeres. Ya se sabe que no es de caballeros andar fanfarroneando. Por el contrario, cuando se habla del tema él sólo refiere algún fracaso, una intentona frustrada, un rebote. Se sabe, porque se le nota, que está enamorado de su joven esposa Silvia. Sólo basta verlos cuando ella viene a buscarlo, y él, orgulloso, la hace cruzar la redacción.
Sarlanga ha caminado hasta el bar de la cita y se ha instalado en una mesa junto a la ventana. A la media hora ha comenzado a sospechar que Gladys no llegará y eso lo entristece: siempre ha sido olvidadizo, distraído; posiblemente le haya dado otra dirección, haya mencionado otro bar. Se levanta, sale, recorre ida y vuelta la vereda como una penitencia, o una esperanza tanguera. A poco de volver a la redacción, ese itinerario está expuesto en un panel a la vista y las risotadas de todos, en forma de secuencia fotográfica: el Fino Pizarro, a escondidas, lo ha retratado tras el vidrio del bar, en la vereda, de frente, de perfil, mirando hacia el imposible punto por donde debía aparecer Gladys. Lo que no queda registrado es lo que hace Sarlanga todos los días, cuando sale a la calle a dar una vuelta. Compra una pizza en la pizzería San Luis y camina hasta los escalones donde mendiga un espástico, un penoso muchacho mudo y babeante que al ver a Sarlanga lanza unos aullidos de contentura. Con los ojos acuosos y la baba chorreante el pobrecito aúlla cuando Sarlanga le da de comer en la boca, pero cuando aúlla y llora no mira a la pizza sino a Sarlanga. Si pudiera hablar, el pobrecito diría que Sarlanga es su mejor, su único amigo.
Días después el imitador se hará pasar por la escritora Mónica, o la escultora Amanda, o Florencia, estudiante de periodismo, todas metódicamente deslumbradas por la personalidad y las promesas de Sarlanga, dispuestas a aceptar el café, a recordarle las circunstancias en que Sarlanga las invitó, a despejarle a Sarlanga la sospecha de que es una broma y a incitarlo a pensar que en una de esas no, quizá sea cierto, porque Sarlanga es un prometedor compulsivo y profuso, un olvidadizo invitador genérico que si tuviera la mala suerte de que todas las mujeres que invita a tomar café le aceptaran, tendría que mudarse al bar, vivir allí, gastar su sueldo, inventar ante su querida esposa inverosímiles fabulaciones, amparado en el mejor oficio para ello, que es el periodismo y sus imprevistos. O quizá no, probablemente no precise inventar demasiado. Porque los jóvenes periodistas que recién empiezan a saber algo de Sarlanga y de mujeres creen advertir que las mujeres son deslumbradas por Sarlanga sin necesidad de que éste diga o haga algo, ni que cuente que es amigo, por ejemplo, de Borges, Timerman, Frondizi o Galeano; que frecuentó a Neruda, ni nada parecido, ni que cuente nada. Sarlanga seduce -creen saber los que quieren empezar a saber qué diablos les gusta a las mujeres- porque Sarlanga tiene el escueto pero efectivo imán de su pinta de porteño cincuentón, tanguero, silencioso y discreto, levemente panzón y petiso, que lo único que sabe hacer es rayar hojas y amasar tallarines, que mira por sobre sus anteojos mínimos y ríe con extrovertidas risotadas de niño. Datos, por cierto, que desconciertan y arrojan a profundas meditaciones a jóvenes que hacen aerobismo y pesas, recorren boliches de onda, visten ropa de marca, usan lociones fuertes y fuman cigarrillos suaves. Es que quizá para parecerse a Sarlanga y tener éxito con las mujeres haya que empezar por leer a Neruda, recuperar revistas Crisis escondidas luego del golpe militar, rayar hojas, aprender a cocinar, escuchar a Eladia Blázquez, callar ante la belleza de cualquier índole, darle comida a los espásticos y de vez en cuando estallar en indiscretas carcajadas de niño feliz.

Jorge Piva
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