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Por Jorge Piva
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Cualquier universitario que se considerara partícipe y protagonista de su época, a principios de los 70, tenía en su residencia alguno o todos los discos de Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños. Estudiábamos con “El violín de Becho” de fondo, recibíamos la visita de nuestros pares con “A desalambrar” y cortejábamos señoritas con “El beso que te di” sonando en la penunbra. Algunos, no sin cierta culpa de “pasatismo burgués”, nos permitíamos escuchar a Roberto Carlos. Aún conservo algo de todo ello, en discos long-play. Y ahora, cuando de vez en cuando Rony Vargas en su “Club del recuerdo” nos permite escuchar a Braulio López y Pepe Guerra en un punteo impecable y cantar con toda el alma “No puedo vivir sin ti / te juré quererte con devoción / te besé y aquel beso que te di / se quedó clavado en mi corazón”, se nos tensa al máximo la cuerda de la nostalgia. Hay canciones que no son buenas o malas en sí mismas, sino en lo que significan para cada uno, o para una época.
En aquellos años, antes de su exilio, me lucí invitando a una compañera a ver a Alfredo Zitarrosa en la cancha del club Juniors, en una ceremonia de militancia antes que un recital. El uruguayo, de saco y corbata, acaricia su guitarra y saluda, parco, con su voz de locutor y cigarrillos, con un dejo de tristeza y nostalgia que ya tenía antes de irse obligado a España, donde se consumió de cigarrillos, alcohol, tristezas y nostalgias, aunque alcanzó a volver para la primavera democrática, antes de morirse de la suma de todo ello. Lo entreveo aún subido al rústico entablonado, cada vez que un inexplicable nudo de melancolía me incomoda al escuchar “Stefanie” (“Esta canción / que pregunta por ti / que no ha dormido / es puro olvido / Stefanie”.) En aquellos recitales vibraba no sólo la fuerza colectiva del deseo de un mundo mejor –que debería estar hecho de lucha y amor- sino la convicción de que ello era posible, que estaba ahí, al alcance de la mano. (Después, como se sabe –y dijeran los chicos ahora- se pudrió todo, pero éste no es el tema.)
Braulio López tiene 67 años y Pepe Guerra cumplirá 65 en octubre. “Los Olimareños” estaban para siempre instalados en lo mejor del folklore latinoamericano de los ‘60 a los ‘80 cuando a principios de 2009 a alguien, o a ellos mismos, se les ocurrió juntarse nuevamente en un escenario. Así como nunca explicaron muy bien las razones de la separación, no manifestaron las motivaciones de este retorno. Hacía 19 años que habían disuelto al dúo para continuar declinantes carreras de solistas, después de tres décadas de trabajo conjunto. Habían grabado 240 canciones, pero se los identificaba ante todo por las contestatarias, las llamadas “canciones de protesta”, críticas de las desigualdades del capitalismo y el imperialismo, celebrantes y propugnadoras del cambio político y social que tenía a la revolución cubana como faro ideológico continental y a Tupamaros y Montoneros como los máximos y más populares exponentes de su vanguardia armada en ambos márgenes del Río de la Plata. No estaban solos: en peñas y guitarreadas se coreaban los pegadizos himnos de Los Quilapayún, sin importar demasiado la calidad poética o sutil elaboración de sus letras. La emblemática canción “El tomate” decía: “Qué culpa tiene el tomate / que está tranquilo en la mata / si viene un hijo de puta / y lo mete en una lata y lo manda pa’ Caracas”. Terminaba diciendo: “ … que la tortilla se vuelva / que los pobres coman pan / y los ricos mierda mierda”.
En mayo pasado Los Olimareños hicieron dos presentaciones en el Estadio Centenario de Montevideo; habían anunciado una sola, pero el público agotó las entradas. El precio de las mismas motivó una pequeña polémica y algunas protestas, discusión que ellos zanjaron diciendo que si se pagaban entradas caras para ver recitales de músicos extranjeros, no cabía hacer diferenciaciones con los músicos nacionales. Alguien replicó que las entradas más caras para ver a Serrat y Sabina habían costado exactamente la mitad. La discusión sobre precio y valor de los espectáculos es interminable, y los espectadores, los que van, normalmente la relegan llenando los escenarios, sin darle importancia. Históricamente, el parámetro monetario de los espectáculos populares ha sido el precio del cine, donde no hay diferencias para verlo: es por orden de llegada. Lo cierto es que los recitales, hoy en día, tienen una serie de altos costos para solventar varios ítems: alquiler de escenario, técnicos, publicidad directa o indirecta, productores, impuestos, artistas, etc., donde nadie, que se sepa, trabaja por amor al arte.
El anuncio del retorno de Los Olimareños se hizo en conferencia de prensa en el Hotel Sheraton de Montevido (en Argentina la militancia montonera cantaba, en el 73 “Qué lindo, qué lindo que va a ser, el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel”). Las fotos muestran a Braulio López y Pepe Guerra de remera y camisa, y a Pepe con una gorra marinera o ferroviaria. Quizá vivan así. Aquí se suele desconfiar de la escenografía de la humildad desde que los millonarios sindicalistas argentinos se resisten a usar traje y corbata, signos ajenos al proletariado que dicen representar. Se simpatiza más, según las últimas elecciones, con De Narváez, que es un auténtico rico y aunque no hace alarde de ello, no se ocupa de disimularlo.
Debido a aquel éxito en Montevideo, en junio pasado Los Olimareños vinieron al Luna Park de Buenos Aires. La platea VIP costó 250 pesos y la ubicación más barata, 80 pesos. Las crónicas coincidieron en mencionar las guitarras desafinadas, las voces desacomodadas, el recorrido por un repertorio que no incluyó ningún tema nuevo sino los de hace 30 años, la emoción lagrimeante del público que en el cierre apoteótico coreó de pie “Hasta siempre”, la guajira en homenaje al Che Guevara: “Seguiremos adelante / como junto a ti seguimos / y con Fidel te decimos / hasta siempre Comandante”.
En Córdoba, en el Orfeo, los precios de las entradas bajaron a 150 pesos y 50 en ambos extremos. Durante la semana previa a la presentación los escuché dialogando con Rony Vargas. Dio la casualidad que venía yo en auto por la avenida Luchesse, viendo cómo un gran despliegue de máquinas y obreros viales están modificando la entrada a Villa Allende, para que la cadena multinacional Carrefour pueda abrir otra sucursal, demostrando la excelente salud del capitalismo globalizado. Esta expansión ante mis ojos y simultáneamente Los Olimareños en mis oídos me generó cierto desacople que no podría explicar.
Escuché las voces ya notoriamente avejentadas en el teléfono de Pepe y Braulio, hablando de sus orígenes, su militancia en el canto popular, del encarcelamiento de Braulio en Córdoba y del exilio de ambos. Dos experiencias terribles y comprensiblemente inolvidables, que los periodistas generalmente se han ocupado de recordarles en cada entrevista, antiguas y actuales. Pensé: ¿no estarán hartos de hablar de aquella experiencia sucedida hace treinta y cinco años, diciendo siempre más o menos lo mismo? ¿Será que a medida que envejecemos se nos potencian y hacen más palpitantes los recuerdos?¿No los incomoda que invariablemente el exilio y los sufrimientos consecuentes son puestos casi en el mismo nivel que la música que hacen, a la hora de valorizar y darle identidad al dúo? Las persecuciones a artistas hablan de la estulticia criminal de los perseguidores y los dramas personales que provocan, a lo sumo de íconos artísticos de la censura, no de las calidades artísticas. Dicho de manera casi brutal: fueron perseguidos, pero hace 25 años que ya no son perseguidos. Y nada parece indicar que haya golpes militares en ciernes, como para mantener vivo un recuerdo preventivo. Por suerte, a continuación Rony matizó la entrevista con “La niña de Guatemala”.
Mi hijo es aficionado a la guitarra. En algunas ocasiones he llamado su atención sobre Los Olimareños. “Escuchá cómo suenan”. Omití lo del exilio: mi hijo nació recién cuando se estaba yendo Alfonsín, casi nada sabe de la dictadura, y lo poco que sabe –por mí, o por la propaganda sesgada de las agrupaciones universitarias de izquierda- no le interesa, no se conecta con ninguna de sus experiencias ni expectativas, duda si cuando menciono a Videla me refiero al cuartetero Negro Videla, y así. Más o menos como cuando nuestros padres, en los 60 y 70, nos hablaban de Irigoyen o Sabattini, que eran dos avenidas.
No fui a verlos al Orfeo. Me resistí, como quien elude a una novia de juventud por temor a que los estragos de la vejez le rompan el encanto del recuerdo. Pero no sólo por eso. No hubiera entendido ni querido entender a un público que paga 250, 170, 120 pesos para aplaudir a rabiar las letras contestatarias que proclamaban la lucha contra el capitalismo burgués, que propugnaban la revolución socialista, que legitimaban la lucha armada (“Cielito del 69”), la tierra para quien la trabaja, la reivindicación de una clase obrera mayoritariamente ausente de un espectáculo que no está al alcance de sus bolsillos: ni el albañil y la lavandera de “No lo conoce a Juan” ni el “hombre de mameluco” de otro de sus temas. Pensé que posiblemente en esas plateas hayan estado algunos sobrevivientes de aquellas experiencias militantes de final trágico, hoy personas maduras, que mal o bien lograron luego reinsertarse en las comodidades de la clase media, en profesiones o actividades liberales, que luego del recital subieron a sus autos y cruzaron a tomar café al Holiday Inn, comer hamburguesas en el Mc Donald’s del Hiper Libertad o en el patio de comidas del shopping Dino, ícono por excelencia del capitalismo consumista. Imaginé a esas personas coreando el “Hasta siempre Comandante” mientras la realidad indica que el ideario de lucha armada del Che está más cercano al “hasta nunca” – el otro “nunca más”- y posiblemente quienes lo cantan a coro no desean ni tolerarían que resucitase.
Pensé en cuál es el sentido de erigir esta especie de museo de la derrota –donde se grita la consigna “Hasta la victoria siempre”- en medio de las reglas de juego y el usufructo del capitalismo victorioso. Pensé en la paradoja de esta celebración musical de una revolución jubilada de oficio por la historia, a no ser que alguien suponga que la realidad de hoy es la corporización de “los sueños de los 70”.
Pensé dónde cantarían hoy Los Olimareños si aquellas revoluciones hubieran triunfado en nuestros países:¿serían subvencionados por el Estado con la obligación de dar recitales gratuitos en escuelas, fábricas, universidades y actos oficiales, en un ex Sheraton transformado en Hospital de Niños?
Pensé en León Gieco y Víctor Heredia, por ejemplo, que cuando vienen a Córdoba para las temporadas veraniegas, entre festival y festival, se presentan en improvisados escenarios barriales, por cierto con entrada libre, sin avisar ni antes ni después a los medios de prensa.
Pensé esto pero no quise pensar más, porque se me confunden los tantos, no sé extraer conclusiones taxativas, pero tengo la impresión de que hay algo en todo esto que no encaja, un error, una lástima, alguien que se está riendo de todos nosotros, como un marionetista que lucra manipulando muñecos en una obra que a la vez hace reír y llorar sincera y profundamente, porque remite a experiencias hermosas, crueles, heroicas y trágicas, pero que como toda ficción, la puesta en escena, en el fondo, es de mentirita.
Hasta que pensé en mi hijo veinteañero, que toca la guitarra y poco de esto le interesa, y que quizá sea mejor así.
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Agosto 2009.
jorospiva@yahoo.com.ar
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Cualquier universitario que se considerara partícipe y protagonista de su época, a principios de los 70, tenía en su residencia alguno o todos los discos de Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños. Estudiábamos con “El violín de Becho” de fondo, recibíamos la visita de nuestros pares con “A desalambrar” y cortejábamos señoritas con “El beso que te di” sonando en la penunbra. Algunos, no sin cierta culpa de “pasatismo burgués”, nos permitíamos escuchar a Roberto Carlos. Aún conservo algo de todo ello, en discos long-play. Y ahora, cuando de vez en cuando Rony Vargas en su “Club del recuerdo” nos permite escuchar a Braulio López y Pepe Guerra en un punteo impecable y cantar con toda el alma “No puedo vivir sin ti / te juré quererte con devoción / te besé y aquel beso que te di / se quedó clavado en mi corazón”, se nos tensa al máximo la cuerda de la nostalgia. Hay canciones que no son buenas o malas en sí mismas, sino en lo que significan para cada uno, o para una época.
En aquellos años, antes de su exilio, me lucí invitando a una compañera a ver a Alfredo Zitarrosa en la cancha del club Juniors, en una ceremonia de militancia antes que un recital. El uruguayo, de saco y corbata, acaricia su guitarra y saluda, parco, con su voz de locutor y cigarrillos, con un dejo de tristeza y nostalgia que ya tenía antes de irse obligado a España, donde se consumió de cigarrillos, alcohol, tristezas y nostalgias, aunque alcanzó a volver para la primavera democrática, antes de morirse de la suma de todo ello. Lo entreveo aún subido al rústico entablonado, cada vez que un inexplicable nudo de melancolía me incomoda al escuchar “Stefanie” (“Esta canción / que pregunta por ti / que no ha dormido / es puro olvido / Stefanie”.) En aquellos recitales vibraba no sólo la fuerza colectiva del deseo de un mundo mejor –que debería estar hecho de lucha y amor- sino la convicción de que ello era posible, que estaba ahí, al alcance de la mano. (Después, como se sabe –y dijeran los chicos ahora- se pudrió todo, pero éste no es el tema.)
Braulio López tiene 67 años y Pepe Guerra cumplirá 65 en octubre. “Los Olimareños” estaban para siempre instalados en lo mejor del folklore latinoamericano de los ‘60 a los ‘80 cuando a principios de 2009 a alguien, o a ellos mismos, se les ocurrió juntarse nuevamente en un escenario. Así como nunca explicaron muy bien las razones de la separación, no manifestaron las motivaciones de este retorno. Hacía 19 años que habían disuelto al dúo para continuar declinantes carreras de solistas, después de tres décadas de trabajo conjunto. Habían grabado 240 canciones, pero se los identificaba ante todo por las contestatarias, las llamadas “canciones de protesta”, críticas de las desigualdades del capitalismo y el imperialismo, celebrantes y propugnadoras del cambio político y social que tenía a la revolución cubana como faro ideológico continental y a Tupamaros y Montoneros como los máximos y más populares exponentes de su vanguardia armada en ambos márgenes del Río de la Plata. No estaban solos: en peñas y guitarreadas se coreaban los pegadizos himnos de Los Quilapayún, sin importar demasiado la calidad poética o sutil elaboración de sus letras. La emblemática canción “El tomate” decía: “Qué culpa tiene el tomate / que está tranquilo en la mata / si viene un hijo de puta / y lo mete en una lata y lo manda pa’ Caracas”. Terminaba diciendo: “ … que la tortilla se vuelva / que los pobres coman pan / y los ricos mierda mierda”.
En mayo pasado Los Olimareños hicieron dos presentaciones en el Estadio Centenario de Montevideo; habían anunciado una sola, pero el público agotó las entradas. El precio de las mismas motivó una pequeña polémica y algunas protestas, discusión que ellos zanjaron diciendo que si se pagaban entradas caras para ver recitales de músicos extranjeros, no cabía hacer diferenciaciones con los músicos nacionales. Alguien replicó que las entradas más caras para ver a Serrat y Sabina habían costado exactamente la mitad. La discusión sobre precio y valor de los espectáculos es interminable, y los espectadores, los que van, normalmente la relegan llenando los escenarios, sin darle importancia. Históricamente, el parámetro monetario de los espectáculos populares ha sido el precio del cine, donde no hay diferencias para verlo: es por orden de llegada. Lo cierto es que los recitales, hoy en día, tienen una serie de altos costos para solventar varios ítems: alquiler de escenario, técnicos, publicidad directa o indirecta, productores, impuestos, artistas, etc., donde nadie, que se sepa, trabaja por amor al arte.
El anuncio del retorno de Los Olimareños se hizo en conferencia de prensa en el Hotel Sheraton de Montevido (en Argentina la militancia montonera cantaba, en el 73 “Qué lindo, qué lindo que va a ser, el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel”). Las fotos muestran a Braulio López y Pepe Guerra de remera y camisa, y a Pepe con una gorra marinera o ferroviaria. Quizá vivan así. Aquí se suele desconfiar de la escenografía de la humildad desde que los millonarios sindicalistas argentinos se resisten a usar traje y corbata, signos ajenos al proletariado que dicen representar. Se simpatiza más, según las últimas elecciones, con De Narváez, que es un auténtico rico y aunque no hace alarde de ello, no se ocupa de disimularlo.
Debido a aquel éxito en Montevideo, en junio pasado Los Olimareños vinieron al Luna Park de Buenos Aires. La platea VIP costó 250 pesos y la ubicación más barata, 80 pesos. Las crónicas coincidieron en mencionar las guitarras desafinadas, las voces desacomodadas, el recorrido por un repertorio que no incluyó ningún tema nuevo sino los de hace 30 años, la emoción lagrimeante del público que en el cierre apoteótico coreó de pie “Hasta siempre”, la guajira en homenaje al Che Guevara: “Seguiremos adelante / como junto a ti seguimos / y con Fidel te decimos / hasta siempre Comandante”.
En Córdoba, en el Orfeo, los precios de las entradas bajaron a 150 pesos y 50 en ambos extremos. Durante la semana previa a la presentación los escuché dialogando con Rony Vargas. Dio la casualidad que venía yo en auto por la avenida Luchesse, viendo cómo un gran despliegue de máquinas y obreros viales están modificando la entrada a Villa Allende, para que la cadena multinacional Carrefour pueda abrir otra sucursal, demostrando la excelente salud del capitalismo globalizado. Esta expansión ante mis ojos y simultáneamente Los Olimareños en mis oídos me generó cierto desacople que no podría explicar.
Escuché las voces ya notoriamente avejentadas en el teléfono de Pepe y Braulio, hablando de sus orígenes, su militancia en el canto popular, del encarcelamiento de Braulio en Córdoba y del exilio de ambos. Dos experiencias terribles y comprensiblemente inolvidables, que los periodistas generalmente se han ocupado de recordarles en cada entrevista, antiguas y actuales. Pensé: ¿no estarán hartos de hablar de aquella experiencia sucedida hace treinta y cinco años, diciendo siempre más o menos lo mismo? ¿Será que a medida que envejecemos se nos potencian y hacen más palpitantes los recuerdos?¿No los incomoda que invariablemente el exilio y los sufrimientos consecuentes son puestos casi en el mismo nivel que la música que hacen, a la hora de valorizar y darle identidad al dúo? Las persecuciones a artistas hablan de la estulticia criminal de los perseguidores y los dramas personales que provocan, a lo sumo de íconos artísticos de la censura, no de las calidades artísticas. Dicho de manera casi brutal: fueron perseguidos, pero hace 25 años que ya no son perseguidos. Y nada parece indicar que haya golpes militares en ciernes, como para mantener vivo un recuerdo preventivo. Por suerte, a continuación Rony matizó la entrevista con “La niña de Guatemala”.
Mi hijo es aficionado a la guitarra. En algunas ocasiones he llamado su atención sobre Los Olimareños. “Escuchá cómo suenan”. Omití lo del exilio: mi hijo nació recién cuando se estaba yendo Alfonsín, casi nada sabe de la dictadura, y lo poco que sabe –por mí, o por la propaganda sesgada de las agrupaciones universitarias de izquierda- no le interesa, no se conecta con ninguna de sus experiencias ni expectativas, duda si cuando menciono a Videla me refiero al cuartetero Negro Videla, y así. Más o menos como cuando nuestros padres, en los 60 y 70, nos hablaban de Irigoyen o Sabattini, que eran dos avenidas.
No fui a verlos al Orfeo. Me resistí, como quien elude a una novia de juventud por temor a que los estragos de la vejez le rompan el encanto del recuerdo. Pero no sólo por eso. No hubiera entendido ni querido entender a un público que paga 250, 170, 120 pesos para aplaudir a rabiar las letras contestatarias que proclamaban la lucha contra el capitalismo burgués, que propugnaban la revolución socialista, que legitimaban la lucha armada (“Cielito del 69”), la tierra para quien la trabaja, la reivindicación de una clase obrera mayoritariamente ausente de un espectáculo que no está al alcance de sus bolsillos: ni el albañil y la lavandera de “No lo conoce a Juan” ni el “hombre de mameluco” de otro de sus temas. Pensé que posiblemente en esas plateas hayan estado algunos sobrevivientes de aquellas experiencias militantes de final trágico, hoy personas maduras, que mal o bien lograron luego reinsertarse en las comodidades de la clase media, en profesiones o actividades liberales, que luego del recital subieron a sus autos y cruzaron a tomar café al Holiday Inn, comer hamburguesas en el Mc Donald’s del Hiper Libertad o en el patio de comidas del shopping Dino, ícono por excelencia del capitalismo consumista. Imaginé a esas personas coreando el “Hasta siempre Comandante” mientras la realidad indica que el ideario de lucha armada del Che está más cercano al “hasta nunca” – el otro “nunca más”- y posiblemente quienes lo cantan a coro no desean ni tolerarían que resucitase.
Pensé en cuál es el sentido de erigir esta especie de museo de la derrota –donde se grita la consigna “Hasta la victoria siempre”- en medio de las reglas de juego y el usufructo del capitalismo victorioso. Pensé en la paradoja de esta celebración musical de una revolución jubilada de oficio por la historia, a no ser que alguien suponga que la realidad de hoy es la corporización de “los sueños de los 70”.
Pensé dónde cantarían hoy Los Olimareños si aquellas revoluciones hubieran triunfado en nuestros países:¿serían subvencionados por el Estado con la obligación de dar recitales gratuitos en escuelas, fábricas, universidades y actos oficiales, en un ex Sheraton transformado en Hospital de Niños?
Pensé en León Gieco y Víctor Heredia, por ejemplo, que cuando vienen a Córdoba para las temporadas veraniegas, entre festival y festival, se presentan en improvisados escenarios barriales, por cierto con entrada libre, sin avisar ni antes ni después a los medios de prensa.
Pensé esto pero no quise pensar más, porque se me confunden los tantos, no sé extraer conclusiones taxativas, pero tengo la impresión de que hay algo en todo esto que no encaja, un error, una lástima, alguien que se está riendo de todos nosotros, como un marionetista que lucra manipulando muñecos en una obra que a la vez hace reír y llorar sincera y profundamente, porque remite a experiencias hermosas, crueles, heroicas y trágicas, pero que como toda ficción, la puesta en escena, en el fondo, es de mentirita.
Hasta que pensé en mi hijo veinteañero, que toca la guitarra y poco de esto le interesa, y que quizá sea mejor así.
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Agosto 2009.
jorospiva@yahoo.com.ar
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