domingo, 2 de agosto de 2009

Confesiones (medicinales) de invierno

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Por: Jorge Piva
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En el listado de mis peores recuerdos de la infancia figuran casi con exclusividad las enfermedades. Un solo hecho rompe esa uniformidad: el catecismo. Ambas experiencias se unirían, según se verá, en aquellos inviernos inclementes de mi Villa María natal.
Me dicen que hoy en día la enseñanza religiosa ha cambiado. En mí tuvo el efecto de fomentar la rebeldía: a los ocho o diez años era yo alumno sobresaliente (alternábamos la mejor libreta con mi amigo Juan Carlos Seia), niño retraído, respetuoso y tímido, y sin embargo tuve la audacia de forzar inconductas para ser puesto en penitencia o ser echado de las clases de catecismo. Los rezos, credos y oraciones me resultaban más ininteligibles que las matemáticas, y como tales, debía estudiarlos de memoria, sin lograr encontrar algún atisbo de racionalidad o anclaje terrenal en frases como “creo en la resurrección de la carne”. Como todo niño a esa edad, casi no tenía pecados para confesar y en consecuencia me afligía inventar alguno que transgrediera apenas los diez mandamientos, de los cuales tres o cuatro tampoco entendía, sobre todo eso de “no desear la mujer del prójimo”. (Como Dios todo lo perdona, aprobé el catecismo, comulgué con sincera alegría por no tener que volver a las clases y con el tiempo descubrí que las cuestiones del deseo eran un tanto más complejas, comenzando por la mujer que desea al hombre de su prójima, o el prójimo que desea a la mujer de uno, etc.).
Pero esto es harina de otro costal (del costal de Adán que originó a la mujer).
Para contradecir eso de que todo tiempo pasado fue mejor, baste recordar las enfermedades infantiles que invariablemente nos pescábamos, medio siglo atrás, cuando las vacunas y los avances de la medicina no estaban tan desarrollados como ahora. En los grados de mi primaria abundaban escarlatinas, rubeolas, paperas, varicelas, sarampiones y gripes, y eran pocos los que podían transitar los inviernos indemnes a alguna de ellas. Entre el listado de mis peores recuerdos, decía, están aquellos días sin calefacción en casa propia o de abuelos, en cama, delirando de fiebre, con pesadillas de santos sufrientes, crucificados sangrantes y vírgenes lánguidas que se me aparecían entre el fuego infernal, abriéndose paso entre mis frazadas como Moisés en el mar, y me obligaban a cursar nuevamente el catecismo. (Esta pesadilla recurrente sería reemplazada después por otra que me acompañó hasta no hace mucho: por un problema de papeles, o extravíos, o sellos mal puestos, debía volver al servicio militar).
Recuerdo las paperas porque durante ellas, un mediodía, se asomó mi madre a mi pieza de convaleciente y me anunció que había muerto Julio Sosa, cuyo recitado de La Cumparsita (“Pido permiso, señores, este tango habla por mí …”) sonaba todas las tardes en el combinado de mi abuelo. Tengo tan nítida esa imagen de mi madre joven, de peinado alto a la usanza de Estela Raval de los años 60, como el gusto de la mermelada de naranja con tostadas que desayuné y merendé durante un mes entero de no recuerdo qué dolencia.
Como todo paciente infantil, fui víctima de las modas medicinales de entonces. Por cierto, fui operado de amígdalas -aunque esta usanza venía desde antes-, lo cual no me impidió contraer laringitis y faringitis durante los inviernos posteriores. El clima de frío húmedo y viento casi permanente de Villa María me hizo propenso a rinitis, sinusitis (creo que no me salvé de ninguna itis) y alergias varias y como tal fui objeto de otra práctica en boga, la que pasaría a ocupar el podio de mis peores recuerdos: la punción de senos paranasales. Veo a un doctor cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordar introduciéndome un formón plateado por la nariz y golpeándolo con un martillito y siento –aún oigo nítidamente el crack del hueso, o cartílago- cómo esa cosa se metía en algún lugar dentro de mi mejilla. Y después, el mismo procedimiento por el otro orificio nasal. Y la infinita vergüenza de asistir a clase durante un par de semanas con cañitos plásticos, como sorbetes pegados en la cara. Evitaré el inelegante detalle de las dolorosas sesiones de “limpieza” a las que era sometido, a través de una especie de pomo conectado a los sorbetes que el médico apretaba con entusiasmo carnavalesco. Sólo diré que concluido el tratamiento, al cabo de unos días, posiblemente con el siguiente cambio de tiempo, el viento de agosto o el polen de setiembre, yo volví a estar exactamente igual que antes. O peor, porque luego de ello, imaginaba, sólo me quedaría por probar la silla eléctrica; algún método donde se sometería al paciente/condenado a esos gorros metálicos con cables que le colocaban a los sentenciados a muerte en las películas norteamericanas, con enchufes atornillados a mis mejillas.
Mi padre, que me acompañaba a las sesiones -mi madre era impresionable- debe haber comprendido la inutilidad de este procedimiento convencional porque al tiempo incursionó –me hizo incursionar- en la medicina alternativa: un buen día caí a una casa de lo que supe después era barrio Guiñazú, en Córdoba, donde una curandera me hizo aspirar por la nariz un brebaje que me tuvo moqueando, ardiendo, tosiendo, lagrimeando e insultando todo un fin de semana. A los pocos días, me resfrié nuevamente.
No obstante, dejo para el final el primer puesto de las extravagancias medicinales a las que fui sometido, sin duda producto de una moda de entonces, ya que nunca después, de adulto, supe que algo parecido siguiera vigente. Posiblemente para atacar mi sensibilidad y hacerme resistente a la baja temperatura, a mis seis o siete años fui sometido a una tortura inexplicable (o inexplicada para mí, resignado a los avances de la ciencia): en pleno invierno, durante diez días, fui desnudado y bañado con agua caliente, luego tibia y luego más bien fría. El secreto del tratamiento estaba en que cada día el agua debía tener un grado menos, lo cual implicaba preparativos y discusiones entre mi madre y mi padre sobre la forma de calentar el agua, el recipiente, el traslado al baño sin que perdiera temperatura, mi espera tiritando, la medición mediante un termómetro, el grandulón –yo- metido en un fuentoncito, el lavado con una toalla chorreante que aún siento frotar mi espalda y mi piel de gallina. Esto tenía su complementación con la asistencia, dos veces por semana, a sesiones de ejercicios respiratorios a cargo de una entusiasta gimnasta, o fisioterapeuta, que me atendía en un salón gélido donde, a poco de estar, yo comenzaba a estornudar a repetición, mientras me hacían levantar los brazos y contener la respiración como si jugara a la estatua.
Luego, avanzada mi adolescencia, aparecieron (no sé si en la usanza medicinal, pero sí en mi vida), las vacunas antialérgicas. Pinchazos dos veces por semana, durante uno o dos años, o más. Este tratamiento, por suerte, concluyó con la muerte. No la mía, claro, sino del médico que me las suministraba, que falleció imprevistamente. Huérfano de asistencia profesional, decidí automedicarme: agarré frasquitos, agujas y jeringas y tiré todo a la basura. No sé si por la suspensión de las vacunas, o por mi radicación en Córdoba –de frío más seco e inviernos más benignos-, o por ambas cosas, al poco tiempo mejoré. De todo aquello sólo conservo el estruendoso volumen de mis ocasionales estornudos, despertadores de canarios, perros y toda la fauna que me rodea, incluyendo a mi familia.
Quizá muchos de quienes han superado el medio siglo de edad hayan vivido algún episodio de conejito de indias de modas medicinales de otrora. Posiblemente aún subsista algún profesional cultor de prácticas caídas en desuso, que podrá refutar estas líneas airadamente, con argumentaciones, estadísticas y bibliografía, o asociaciones que hagan una defensa corporativa y retroactiva de su especialidad y me declaren paciente no grato. Nada de ello podrá atenuar mi penoso recuerdo de los inútiles padecimientos aquí descriptos, ni compensar las erogaciones que mi pobre padre debió invertir –y malgastar- en mi flaqueante salud. Me apresuro a decir que soy muy respetuoso de la medicina y de las diferencias individuales, por lo cual supongo que habrá prescripciones que a algunos les son útiles, a otros no, y a otros no les hacen nada. Es decir, como el catecismo y la religión. En mi caso, resultó evidente que mis defensas se parecían a las de River, que por aquella época estuvo dieciocho años sin salir campeón. Y eso de las diferencias individuales vale también para los buenos y malos médicos.
La duda es: ¿cuáles serán las modas actuales? ¿Qué tratamientos, prácticas y medicamentos para qué cosa que hoy consideramos de avanzada se revelarán contraindicados y serán, dentro de algunos años, un anacronismo, o una barbaridad, como aquellos baños térmicos de temperatura descendente que quién sabe cuántas bronquitis habrán deparado a mis congéneres?
Tengo para mí que las futuras pavadas se encuentran principalmente, hoy, entre las cuestiones vinculadas al sobrepeso, las dietas y las propiedades de los alimentos, donde abundan las recomendaciones contradictorias y los “descubrimientos” cotidianos, el chanterío y el mercantilismo con pátina de cientificidad. En cualquier momento, por ejemplo, se descubre que el bigote de bagre posee un elemento muy indicado para el colesterol, y allí tendremos a una legión de obesos volcados a la pesca, con la consiguiente reactivación de las ventas de cañas de pescar y shorts de baño de talles especiales. Se organizarán clubes y grupos de autoayuda con tours a los ríos donde habita el repulsivo pez, cuyos municipios aledaños acondicionarán predios con asadores (algún gordito no resistirá llevar chorizos y mollejas), organizarán festividades con elección de la reina del bagre, y en los programas culinarios de la televisión se enseñará a enmascarar el bigote de bagre cocinándolo con fideos, quizá también la tarea artesanal de anudarlos para mezclarlos con fideos moñito.
Todo ello, por cierto, menos flagelante (pero similarmente oneroso) que las punciones nasales, los baños térmicos y los cientos de pinchazos antialergéticos. Aunque algún pescador primerizo no se salve de clavarse un vidrio en el pie, pincharse con el anzuelo o agarrarse una insolación. Y en tales casos, ya se sabe, deberá ir al médico, que posiblemente rete al gordo por seguir modas dietarias, y le recete un novedoso medicamento –que como tal no cubre la obra social- pero que vale la pena porque además de antitetánico y antifebril, combate los triglicéridos, atenúa el apetito y véame la semana que viene.
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Invierno de 2009.

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