miércoles, 1 de agosto de 2007

Al maestro, con cariño

.
.
Hace aproximadamente un mes, en este mismo espacio, escribí –con total convicción- que para las profundidades del alma -en cine, en la escena cinematográfica- tengo dos referentes: Ingmar Bergman y Woody Allen (éste último inspirado en aquel, a no dudarlo).

Seguramente, ya se enteró: el maestro sueco acaba de morir. Y con él , personalmente, se va para mí el cineasta que mejor supo mostrar el alma humana. Sé que hay quienes opinan que no hacía cine, sino teatro filmado. No interesa y hasta admito que puede ser. Lo que nadie podrá jamás negar es que su visión de la condición humana fue aguda, profunda, acertada y que –a manera de un Dostoievsky o de un Strindberg en sus épocas– se adelantó a sus contemporáneos provocando admiraciones y rechazos.

Ingmar Bergman fue el gran pintor de la burguesía del siglo XX. Junto a su obra se yerguen los trabajos de otros grandes: Fellini, Kurosawa, Antonioni (fallecido apenas unas horas después…), Woody Allen, Visconti. No obstante, en él se sintetizaron los traumas y anhelos inherentes a los demonios internos. Hacer una recorrida por su filmografía sería redundante, en estos días en que seguramente las crónicas hablarán del tema una y otra vez. Pero para nada mal está recordar algunos de sus títulos clave, en los que registró y analizó todo el espectro de conductas propias y ajenas.

Conocí a Bergman y su trabajo recién en los 70, cuando en los años agitados y oscuros que precedieron al Proceso toda una movida cultural de magnitud tenía lugar en Córdoba. Con Gritos y Susurros (1972) (exhibida en el entonces Cine Sombras) deslumbrante trabajo que habla de la agonía ante la evidencia de la Muerte (así, con mayúsculas, como a él le hubiese gustado), se me revolvieron las entrañas y supe lo que era el cine magistral.

Después sentí como propia la devastadora experiencia de las relaciones matrimoniales en Secretos de la Vida Conyugal (1973) y el broche de oro de esa alucinante travesía fue descubrir que Fanny y Alexander (1983) era un compendio total, abarcador, de la capacidad de un alma para escudriñar en las almas de los otros. Hasta el día de hoy, si alguien me pregunta cuál es a mi entender la película que más me ha colmado en mi vida, me refiero sin dudar, convencida, a este filme.

En el camino –y gracias a las restrospectivas que de tanto en tanto se hacían– fui conociendo al cineasta de los 50 y 60 que me había perdido. Pero comprendí que no era imprescindible: en todos sus trabajos, de una u otra década, siempre aparecían las mismas obsesiones: la incomunicación entre las personas, la fe religiosa; la muerte… Aunque debe admitirse que si bien siguió siendo un observador riguroso su estilo tajante y austero se había suavizado otorgándole una mirada más piadosa. También para él los años no habían pasado en vano…

A la manera de un terapeuta de excepción puso sobre la mesa angustias y dolores; barajó y dió de nuevo; reflejó y exorcisó nuestras miserias…

Adiós, querido Maestro!

.
.