domingo, 17 de octubre de 2010

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En defensa del buen nombre
Vamos a terminar todos siendo chinos
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Por Jorge Piva
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Con frecuencia, mi hija se enoja conmigo porque no distingo o confundo a sus amistades. Sus amistades son Cande, Cami, Fer, Juli, Jo, Flor, Fede y cuanto apócope posible hay para formar con la primera o dos primeras sílabas del nombre. Con un matiz más problemático aún: están el Jose y la Jose, el Fer y la Fer. A la vez, Ro puede ser Rocío o Roberto o Rodolfo; Juli, Julieta, Julián, Julia o Juliana; Silvi, Silvia, Silvina o Silvana, Luisi un apelativo cariñoso de Luis o la síntesis de Luisina, y todo más o menos así.
Esta costumbre la he advertido también entre compañeros de trabajo, y yo mismo incurro a veces en tales síntesis nominales. No me puse a pensar en las causas, aunque quizá tenga que ver con la velocidad y la economía de palabras con que los chicos usan los mensajes de texto o el messenger, o simplifican o acortan sus comunicaciones de chat tecleando en la computadora con dos dedos. Y los grandes nos contagiamos o imitamos estos modismos. Algo parecido ocurre con las palabras comodines que se generalizan durante un tiempo.
Hace años dos muletillas lingüísticas comunes, utilizadas para unir frases, eran “o sea” y “es decir”, pronunciadas como “osea” y “e’cir”. Ahora me causa gracia una forma generalizada de reemplazar al “bueno” o “de acuerdo”, o “cómo no”, o “sí” por una palabra que es en realidad una instrucción: dale. Hágase la prueba en cualquier negocio atendido por algún jovencito o no tanto:
-Dame tres medialunas.
-Dale.

Misterios del habla: el “nada” ha dejado de usarse en su significado original y se utiliza como comodín verbal un tanto snob (que quiere decir frívolo, superficial), aunque huele más bien a moda lingüística pasajera:
-¿Cómo fue el gol en contra?
-Nada; vino el centro y nada, yo metí la cabeza para despejar y entró, y bueno, nada, fue una desgracia, pero nada, ya está, hay que pensar en el próximo partido.
(El cronista recuperará el sentido original de la palabra para decir que el equipo fue horrible, que no jugaron a nada).
La clase política también va renovando su propia jerga. Recuérdese cualquier discurso en acto público donde el orador unía sus frases con “Por eso”, aunque el párrafo siguiente no tuviera relación con el anterior:
- … vamos a encolumnarnos detrás de nuestro candidato. Por eso compañeros hoy una vez más ….
Dado que los actos públicos son cada vez más escasos –por lo menos los de asistencia espontánea- y la lucha cívica se desarrolla en los sets televisivos o los espacios radiales, ha cambiado también la forma del discurso político y abundan los “A ver” y “Digo” o “Quiero decir”, en este último caso para decir lo mismo que se había dicho anteriormente, pero con otras palabras:
-¿Qué responde a la denuncia de corrupción que lanzó en su contra Fulano?
-A ver. Digo: me pongo a disposición de la justicia. Quiero decir: que la justicia investigue.
La justicia investigará y posiblemente no llegue a nada, porque se sabe de antaño que la coima no da recibo.

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El “dale” y “nada” posiblemente caiga en desuso con el tiempo y sea reemplazado por otras resignificaciones, aunque fuera de la simpática curiosidad de su utilización no causa demasiados problemas, ya que todos sabemos qué se quiere decir cuando se lo emplea.
El problema son los nombres acortados. De seguir la tendencia, posiblemente en el futuro nuestras generaciones terminen pareciéndose en sus nombres a los chinos: Li, Lin, Yi, Wei, Yun, Yan, Hao. Inútil será que bauticemos a nuestros chicos Francisco Isidoro o Mercedes Agustina, por ejemplo, ya que inmediatamente pasarán a ser Fran, Isi, Merce o Agus. Lejos habrán quedados los tiempos de nuestra fundación patria, cuando los pobres chicos debían memorizar no sin cierto esfuerzo su propio nombre, dada la extensión. Belgrano, por ejemplo, fue bautizado Manuel Joaquín del Corazón de Jesús. Carlos de Alvear se llamaba completamente Carlos Antonio José Gabino del Ángel de la Guardia Alvear y Balbastro. Porque para colmo, la alcurnia familiar era rastreable en el doble o triple apellido, y así Bolívar fue inscripto como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco. Mariquita Sánchez fue registrada María Josefa Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo, a lo que luego hubo que agregar su apellido de casada Se nota que el espíritu de época, al contrario del actual, era más bien propenso al barroco, ya que en lugar de decirle Mary, los allegados alargaron el María a Mariquita.
Entre aquellas exageraciones de hace dos siglos y los presentes apócopes que amenazan tornar a todos los nombres monosilábicos o a lo sumo bisilábicos, estamos los partidarios del justo medio. Aunque en definitiva son los demás los que nos nombran a su antojo y no como nosotros quisiéramos. Yo, sin ir más lejos, me llamo Jorge Oscar Piva Ermacora Omega Gioino. Pero mis amigos me dijeron, desde chico, el Flaco. (Lo cual, al igual que el “dale” o el “nada”, ahora ha perdido su sentido original y la realidad actual es más bien todo lo contrario). Por otra parte, inútil hubiera sido, convengamos, esgrimir aquellos apellidos en los cenáculos de la aristocracia local, delatores como son de famélicos inmigrantes italianos.
En casa, ante mis hijos, he quedado reducido a .

Ya que hablamos de tendencias hacia la síntesis, recuerdo que hace años Alejandro Dolina escribió un delicioso artículo en la revista “Humor” sobre la novedad literaria de compilar historias tradicionales, con lo cual se ahorra tiempo y energía en la lectura. De acuerdo a ello, por ejemplo, “Crimen y castigo”, de Dostoievsky, podría llegar a trocar su edición de 600 páginas por una sola hoja donde se imprimiera un párrafo con su pretendido resumen: “Un muchacho mata a una vieja y se arrepiente”.
Así, la presente nota bien podría sintetizarse, a juicio de mi implacable hija adolescente, la Juli, de este modo: “El no entiende nada, está en cualquiera y escribe pavadas”. No estaría demasiado alejada del sustrato de las cosas.
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