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(O cómo sacar carnet de artista)
A raíz de la suplantación de dos avioncitos de papel en el Museo Caraffa
Por: Jorge Piva
(O cómo sacar carnet de artista)
A raíz de la suplantación de dos avioncitos de papel en el Museo Caraffa
Por: Jorge Piva
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No debe haber título más fácil de obtener que el de artista. Título, titular, palabra escrita en diarios y folletos. Sólo basta autoadjudicarse tal condición o a veces ni siquiera: con que un gacetillero amigo o inadvertido lo escriba, ya está, consagrado el título habilitante en letras de molde. Uno hojea los suplementos culturales de los diarios y se encuentra con cientos de escritores, poetas, plásticos, performers, audiovideístas: todos artistas. Hay disciplinas que permiten más que otras la polución incontrolada de estos supuestos artesanos de la belleza: la instalación, la intervención y el más reciente “arte” digital. El género puede albergar cualquier pavada, pero su autor, si trasciende a los diarios, ya queda consagrado: “el artista Fulano intervino hoy la estatua de San Martín con un dispositivo a su alrededor que hace aparecer al caballo y al prócer como dando vueltas en una calesita, a semejanza de los caballos y autitos de la calesita tradicional”. Confieso que escribo el ejemplo al correr de la máquina, y no porque tenga una imaginación prolífica: cualquiera podría inventar en un rato una larga lista de tonterías susceptibles de ser presentadas como “instalación” o “intervención” artística. Debo agregar, ya que hablo de mí, que tengo publicadas dos novelas, una obra teatral y algunos cuentos a lo largo de veinte años, premios incluidos; cuando en trámites o presentaciones formales preguntan por mi ocupación, digo “empleado”. Jamás se me ocurriría responder “escritor”, tarea que desarrollo de a ratos anuales.
Caca provocativa. Hay un par de notas periodísticas de Mario Vargas Llosa que deberían incluirse en la bibliografía obligatoria de las escuelas de arte. La primera fue publicada en 1997 en El País, de Madrid, con el título “Caca de elefante”, acerca de una muestra de Chris Ofili montada sobre excremento de elefante. La segunda data de octubre de 2008 y se denomina “Tiburones en formol”, sobre una instalación de Damián Hirst, también originalmente publicada en el diario español. Ambas, que pueden rastrearse en Internet, sustentan la idea de que el arte moderno ha perdido todo rigor, que cualquier cosa es arte. Vargas Llosa menciona a las operaciones de marketing, prensa y relaciones públicas como fundamentales para la creación de un producto al que se le adjudica condición de artístico y que por eso mismo, en los mercados del primer mundo, puede adquirir valores monetarios asombrosos. El escritor –él sí que lo es- señala al factor precio como escandaloso y esa es la gran diferencia con nuestro medio, por cierto correspondiente a un país periférico y “en vías de desarrollo”, eufemismo optimista que los oficialismos suelen utilizar para no asumir que estamos en la malaria total, no sólo económica. En “Caca de elefante” nos enteramos, por ejemplo, que las blasfemias pictóricas contra la Virgen María o íconos religiosos ya eran, hace más de una década, antiguas. Agrega Vargas Llosa: “Si la exposición es verdaderamente representativa de lo que estimula y preocupa a los jóvenes artistas en Gran Bretaña, hay que concluir que la obsesión genital encabeza su tabla de prioridades.” En Córdoba tuvimos dos escandaletes ilustrativos en tiempos recientes: un trabajo de Onofre Fraticelli en el Cabildo, en la navidad de 2004, (una Virgen manteniendo relaciones sexuales con el espíritu santo) y otra del músico Alfonso Barbieri (dos ángeles orinando a la Virgen María) en el Centro España-Córdoba, en junio de 2007. En ambos casos los expositores tuvieron la inestimable colaboración de un grupo de fanáticos religiosos que intentaron violentamente clausurar las exposiciones, cuya trascendencia, de no ser por ello, hubiera sido la de una más entre tantas. La delictiva agresión les otorgó a los autores de las “obras de arte” otro rótulo muy cotizado y prestigioso en el ambiente del arte y la prensa: el de censurados.
Para contestarismo genuino y divertido, me quedo con Enrique Badessich, que hacia 1920 fundó el Partido Bromosódico, entre cuyos postulados proponía el amor libre, y hacía campaña paseándose por el centro con una vaca. Para su época fue un respetuoso y original provocador, objetando el orden conservador, además de un personaje popular: consiguió ser electo diputado, lo que luego el gobierno invalidaría. Badessich, como todo precursor, le erró a la época. En la actualidad podría a la vez haber obtenido el carnet de artista con el solo trámite de atar la vaca en la puerta del Museo Caraffa, por ejemplo, en cuyos jardines frontales Dolores Cáceres realizó una “instalación”: sembró soja, la cosechó y llevará semillas a China, según ha dicho, para plantarlas en otro museo, entroncándolas así conceptualmente con la semilla sagrada de aquel país. (Los marcos teóricos que justifican estos divertimentos -el supratexto- suelen ser tanto o más rebuscados que la anécdota en sí).
Efectiva carne podrida. A juicio de Vargas Llosa la consigna principal de Ofili (el de la caca de elefante) Damien Hirst (el de los tiburones en formol) y tantos militantes de este arte moderno sin jerarquías ni rigor es llamar la atención, efectivo procedimiento que, sostiene, en nuestra época reciente no resulta ni siquiera original. En los años ’60, relata, un amigo cubano, excelente escultor, se cansó y entró en desánimo debido a que todas las galerías de arte le rechazaban sus espléndidas tallas en madera. Decidió entonces concitar la mirada de la prensa y el mundillo del arte mediante la exposición de trozos de carne podrida, encerrados en cajas de vidrio, sobre los que revoloteaban moscas vivas. Por cierto, consiguió notoriedad inmediatamente y a partir de allí accedió al estrellato artístico con cierto prestigio, otorgado por críticos que indujeron curiosas interpretaciones semánticas, legitimando la pavada (suponemos que con las secretas risotadas de ambos amigos).
Recuerdos de provincia. Hace décadas, varios adolescentes, amigos de secundaria, ocupábamos nuestros veranos en Villa María con excursiones al río, portando infructuosas cañas de pescar. Como en el Río Tercero sólo habitaban algunas esporádicas mojarritas y bagres, matizábamos las tardes con la construcción de barquitos y avioncitos. A veces los escribíamos: lugar, fecha, alguna frase. También poníamos mensajes en botellas que luego arrojábamos a la corriente. Uno de nosotros hacía unos planeadores perfectos, los que, ayudados por el habitual viento de la región, se elevaban y desaparecían de nuestra vista con destino desconocido. Los mensajes iban desde proclamas fundacionales de un mundo mejor hasta el más vulgar y sencillo “Idiota el que lee”, pero en todo caso buscábamos un contacto, un receptor, un impacto. Estábamos, involuntariamente, “interviniendo” el paisaje fluvial y aéreo de Villa María y zona de influencia (nunca supimos hasta dónde llegaban los barquitos y botellas). De haber tenido algún periodista o teórico del arte amigo, puestos a intelectualizar el hecho, posiblemente nos hubiéramos convertido en un ícono, en la expresión simbólica de una juventud contestataria que buscaba librarse de los cánones expresivos y represivos impuestos por la dictadura (gobernaba el general Onganía), ansiosos del feed-back, militantes de una comunicación que rompiera la censura, vinculando el tiempo y el espacio individual y terrenal con el contexto nacional y por qué no internacional, ya que en países limítrofes también imperaban gobiernos dictatoriales, y el Río Tercero desemboca en el Carcarañá y éste en el Paraná. Un interesante escalón superador en la metodología comunicacional estuvo dado por un barrilete “cajón” donde voló una declaración de principios a favor de no recuerdo qué, perdiéndose en lontananza. Pero como no nos animaba el ánimo de figuración, sino simplemente pasar el calor de la siesta en el fresco del río, aquel grupo de jovencitos chacoteros fue ignorado -¿injustamente?- por la historia del arte cordobés.
Subversión aeronáutica. El recuerdo me volvió días atrás cuando leí que en el Museo Caraffa el artista cordobés Gerardo Repetto instaló 2.580 avioncitos de papel, firmados por el autor, numerados y separados los pares de los impares. Según dieron cuenta los partes de prensa, el autor instó al público a llevarse un avioncito en comodato, por un año y medio, plazo luego del cual el tenedor puede considerarse poseedor definitivo, aunque con algunas condiciones: el retiro debía hacerse sólo en el sector de los 1.290 avioncitos pares, y únicamente los días miércoles. Repetto, al parecer, incursiona en estas originalidades con gran dedicación: entre otras creaciones, ha diseñado una alfombra, del tamaño de un departamento monoambiente, con fideos largos. (No sabemos si del tipo tallarines comunes o esos agujereados al medio, dato importante porque al tener los últimos más volumen, relativizarían el esfuerzo del artista). En otra oportunidad fotografió el encendido y apagado de 222 fósforos, y expuso el resultado. No sin cierta honestidad intelectual, confiesa que "un amigo me dice que soy experto en cosas increíbles e inútiles”.
Pero no fue la muestra aeroartesanal de Repetto el disparador de estas líneas, sino lo que vino después. Según consigna la sección Artes Visuales de la página Cultura –repárese en las categorías- de La Voz del Interior del 14 de junio pasado, bajo el título “Operativo comando en el museo”, ocurrió más o menos lo siguiente. (Digo así porque trataré de ser sintético; la nota ocupó toda la página). Dos jovencitos (artistas, se los denomina reiteradamente, desde el copete) estudiantes de cuarto año de la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba, tomaron dos avioncitos de la muestra del Caraffa (de la sala impar, donde estaban los que no se entregaban en comodato) y los reemplazaron por dos avioncitos hechos por ellos mismos. Acto seguido agregaron sus nombres al cartel de la entrada del museo donde se anuncian las exposiciones. Después, le avisaron a Repetto, el autor de los avioncitos originales. Alguno de ellos le avisó al cronista y el diario nos avisó a los lectores que si no una estrella, por lo menos habían nacido dos artistas. Todo ello no sólo motivó la aludida página entera, sino que obligó al director del Museo Caraffa, Alejandro Dávila, a responder a la requisitoria del diario, junto a entrevistas a Repetto y a uno de los estudiantes vivarachos, a partir de aquí (y con foto) artista y autor de la intervención a la instalación, lo cual bien podría dar lugar al surgimiento de una nueva disciplina: la del intervento-instalador. El cronista, como para encontrarle alguna entidad al tema y justificar la nota, citó algunos antecedentes referenciales: Marcel Duchamp con La Gioconda y el grafitero inglés Banksy en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, con lo cual, convengamos, se le va un poco la mano.
Imprevisibles consecuencias. No hubiéramos querido estar en el lugar del director del museo, forzado a comentar el episodio con algún concepto merecedor de integrar una nota sobre arte y cultura, lamentando quizá que el hecho no haya sido advertido a tiempo por algún ordenanza y los traviesos corridos con intimidante escoba. Deseo hipotético y en todo caso íntimo, jamás público, ya que un desenlace de esta naturaleza, aunque hubiera correspondido a la importancia del episodio, no sólo les hubiera otorgado carnets de artistas a los instala-interventores, sino de perseguidos. ¿Y si estos picarones, en lugar de los avioncitos, hubieran reemplazado algunas plantas de la soja sembrada en el jardín, por maíz o sorgo, que también son objeto de las polémicas retenciones? Ese sí hubiera sido un brete conceptual delicado, ya que la intervención habría excedido ampliamente al arte y tendido insospechadas derivaciones de política agroexportadora, obligando a todos –periodismo, artistas, público, por qué no también las universidades forjadoras de nuestros referentes culturales y clase dirigente- a tomar una postura clara y definida sobre el modelo kirchnerista de apropiación de la renta y distribución de la riqueza, posiblemente en un suplemento especial. Hubiera faltado sólo que algún otro artista original hiciera una intervención de desmalezamiento, regara las plantas con el controvertido glifosato, y ahí sí que, paradojalmente, se pudría todo.
Fuera de ironía. Fuera de broma, el Museo Caraffa, de sostenida actividad en estos meses recientes, cumple adecuadamente su función: muestra todo un abanico de expresiones, de diversos géneros, procedencia y nivel. Repetto, el de los miles de avioncitos y fideos, seguirá buscando su expresión creativa y está bien, si la energía está puesta en esa búsqueda y no en la del amigo periodista, lo cual sería poner los caballos detrás del carro (es una metáfora, no una sugerencia; encima que el tránsito por la Plaza España es caótico, no sea cosa que un día aparezcan por allí, en el estacionamiento del Museo Caraffa, miles de caballos).
Los reemplazadores de avioncitos, estudiantes de cuarto año, quizá concluyan su formación y empiecen a desarrollar una carrera artística genuina y exitosa. Es deseable que sea así. Después de todo, sobre lo sucedido puede decirse -en una valoración semántica perteneciente a la axiología popular- que la culpa no es del chancho. Ya tienen la gacetilla para la próxima muestra o intervención: “Se trata de los artistas que irrumpieron en la plástica cordobesa con audacia formal, generando una encendida polémica que …”. Los medios, que periódicamente denuncian que en municipios del Gran Córdoba se otorgan carnets de conducir sin exigir ningún requisito, suelen otorgar carnets de artistas –que, es cierto, son más inofensivos- con similar ligereza.
Ramplonería, fraude, pitonisas y bufones. Concluyo citando, textual, fragmentos de las aludidas notas de Vargas Llosa: “Bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de ‘nuevos medios de expresión’, en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad que caracteriza a buena parte del quehacer plástico en nuestros días. ( … ) Se han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la ramplonería y el fraude. ( … ) El arte no puede quedar secuestrado por unas minorías insignificantes de pitonisas, bufones y negociantes ( … ) Todos los patrones tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico, conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos se equivalen: todo vale y nada vale”.
Aunque, debo reconocer, las reflexiones de Vargas Llosa sean excesivas y holgadas para caracterizar las anécdotas menores que suceden por aquí, elevadas a la categoría de arte.
Caca provocativa. Hay un par de notas periodísticas de Mario Vargas Llosa que deberían incluirse en la bibliografía obligatoria de las escuelas de arte. La primera fue publicada en 1997 en El País, de Madrid, con el título “Caca de elefante”, acerca de una muestra de Chris Ofili montada sobre excremento de elefante. La segunda data de octubre de 2008 y se denomina “Tiburones en formol”, sobre una instalación de Damián Hirst, también originalmente publicada en el diario español. Ambas, que pueden rastrearse en Internet, sustentan la idea de que el arte moderno ha perdido todo rigor, que cualquier cosa es arte. Vargas Llosa menciona a las operaciones de marketing, prensa y relaciones públicas como fundamentales para la creación de un producto al que se le adjudica condición de artístico y que por eso mismo, en los mercados del primer mundo, puede adquirir valores monetarios asombrosos. El escritor –él sí que lo es- señala al factor precio como escandaloso y esa es la gran diferencia con nuestro medio, por cierto correspondiente a un país periférico y “en vías de desarrollo”, eufemismo optimista que los oficialismos suelen utilizar para no asumir que estamos en la malaria total, no sólo económica. En “Caca de elefante” nos enteramos, por ejemplo, que las blasfemias pictóricas contra la Virgen María o íconos religiosos ya eran, hace más de una década, antiguas. Agrega Vargas Llosa: “Si la exposición es verdaderamente representativa de lo que estimula y preocupa a los jóvenes artistas en Gran Bretaña, hay que concluir que la obsesión genital encabeza su tabla de prioridades.” En Córdoba tuvimos dos escandaletes ilustrativos en tiempos recientes: un trabajo de Onofre Fraticelli en el Cabildo, en la navidad de 2004, (una Virgen manteniendo relaciones sexuales con el espíritu santo) y otra del músico Alfonso Barbieri (dos ángeles orinando a la Virgen María) en el Centro España-Córdoba, en junio de 2007. En ambos casos los expositores tuvieron la inestimable colaboración de un grupo de fanáticos religiosos que intentaron violentamente clausurar las exposiciones, cuya trascendencia, de no ser por ello, hubiera sido la de una más entre tantas. La delictiva agresión les otorgó a los autores de las “obras de arte” otro rótulo muy cotizado y prestigioso en el ambiente del arte y la prensa: el de censurados.
Para contestarismo genuino y divertido, me quedo con Enrique Badessich, que hacia 1920 fundó el Partido Bromosódico, entre cuyos postulados proponía el amor libre, y hacía campaña paseándose por el centro con una vaca. Para su época fue un respetuoso y original provocador, objetando el orden conservador, además de un personaje popular: consiguió ser electo diputado, lo que luego el gobierno invalidaría. Badessich, como todo precursor, le erró a la época. En la actualidad podría a la vez haber obtenido el carnet de artista con el solo trámite de atar la vaca en la puerta del Museo Caraffa, por ejemplo, en cuyos jardines frontales Dolores Cáceres realizó una “instalación”: sembró soja, la cosechó y llevará semillas a China, según ha dicho, para plantarlas en otro museo, entroncándolas así conceptualmente con la semilla sagrada de aquel país. (Los marcos teóricos que justifican estos divertimentos -el supratexto- suelen ser tanto o más rebuscados que la anécdota en sí).
Efectiva carne podrida. A juicio de Vargas Llosa la consigna principal de Ofili (el de la caca de elefante) Damien Hirst (el de los tiburones en formol) y tantos militantes de este arte moderno sin jerarquías ni rigor es llamar la atención, efectivo procedimiento que, sostiene, en nuestra época reciente no resulta ni siquiera original. En los años ’60, relata, un amigo cubano, excelente escultor, se cansó y entró en desánimo debido a que todas las galerías de arte le rechazaban sus espléndidas tallas en madera. Decidió entonces concitar la mirada de la prensa y el mundillo del arte mediante la exposición de trozos de carne podrida, encerrados en cajas de vidrio, sobre los que revoloteaban moscas vivas. Por cierto, consiguió notoriedad inmediatamente y a partir de allí accedió al estrellato artístico con cierto prestigio, otorgado por críticos que indujeron curiosas interpretaciones semánticas, legitimando la pavada (suponemos que con las secretas risotadas de ambos amigos).
Recuerdos de provincia. Hace décadas, varios adolescentes, amigos de secundaria, ocupábamos nuestros veranos en Villa María con excursiones al río, portando infructuosas cañas de pescar. Como en el Río Tercero sólo habitaban algunas esporádicas mojarritas y bagres, matizábamos las tardes con la construcción de barquitos y avioncitos. A veces los escribíamos: lugar, fecha, alguna frase. También poníamos mensajes en botellas que luego arrojábamos a la corriente. Uno de nosotros hacía unos planeadores perfectos, los que, ayudados por el habitual viento de la región, se elevaban y desaparecían de nuestra vista con destino desconocido. Los mensajes iban desde proclamas fundacionales de un mundo mejor hasta el más vulgar y sencillo “Idiota el que lee”, pero en todo caso buscábamos un contacto, un receptor, un impacto. Estábamos, involuntariamente, “interviniendo” el paisaje fluvial y aéreo de Villa María y zona de influencia (nunca supimos hasta dónde llegaban los barquitos y botellas). De haber tenido algún periodista o teórico del arte amigo, puestos a intelectualizar el hecho, posiblemente nos hubiéramos convertido en un ícono, en la expresión simbólica de una juventud contestataria que buscaba librarse de los cánones expresivos y represivos impuestos por la dictadura (gobernaba el general Onganía), ansiosos del feed-back, militantes de una comunicación que rompiera la censura, vinculando el tiempo y el espacio individual y terrenal con el contexto nacional y por qué no internacional, ya que en países limítrofes también imperaban gobiernos dictatoriales, y el Río Tercero desemboca en el Carcarañá y éste en el Paraná. Un interesante escalón superador en la metodología comunicacional estuvo dado por un barrilete “cajón” donde voló una declaración de principios a favor de no recuerdo qué, perdiéndose en lontananza. Pero como no nos animaba el ánimo de figuración, sino simplemente pasar el calor de la siesta en el fresco del río, aquel grupo de jovencitos chacoteros fue ignorado -¿injustamente?- por la historia del arte cordobés.
Subversión aeronáutica. El recuerdo me volvió días atrás cuando leí que en el Museo Caraffa el artista cordobés Gerardo Repetto instaló 2.580 avioncitos de papel, firmados por el autor, numerados y separados los pares de los impares. Según dieron cuenta los partes de prensa, el autor instó al público a llevarse un avioncito en comodato, por un año y medio, plazo luego del cual el tenedor puede considerarse poseedor definitivo, aunque con algunas condiciones: el retiro debía hacerse sólo en el sector de los 1.290 avioncitos pares, y únicamente los días miércoles. Repetto, al parecer, incursiona en estas originalidades con gran dedicación: entre otras creaciones, ha diseñado una alfombra, del tamaño de un departamento monoambiente, con fideos largos. (No sabemos si del tipo tallarines comunes o esos agujereados al medio, dato importante porque al tener los últimos más volumen, relativizarían el esfuerzo del artista). En otra oportunidad fotografió el encendido y apagado de 222 fósforos, y expuso el resultado. No sin cierta honestidad intelectual, confiesa que "un amigo me dice que soy experto en cosas increíbles e inútiles”.
Pero no fue la muestra aeroartesanal de Repetto el disparador de estas líneas, sino lo que vino después. Según consigna la sección Artes Visuales de la página Cultura –repárese en las categorías- de La Voz del Interior del 14 de junio pasado, bajo el título “Operativo comando en el museo”, ocurrió más o menos lo siguiente. (Digo así porque trataré de ser sintético; la nota ocupó toda la página). Dos jovencitos (artistas, se los denomina reiteradamente, desde el copete) estudiantes de cuarto año de la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba, tomaron dos avioncitos de la muestra del Caraffa (de la sala impar, donde estaban los que no se entregaban en comodato) y los reemplazaron por dos avioncitos hechos por ellos mismos. Acto seguido agregaron sus nombres al cartel de la entrada del museo donde se anuncian las exposiciones. Después, le avisaron a Repetto, el autor de los avioncitos originales. Alguno de ellos le avisó al cronista y el diario nos avisó a los lectores que si no una estrella, por lo menos habían nacido dos artistas. Todo ello no sólo motivó la aludida página entera, sino que obligó al director del Museo Caraffa, Alejandro Dávila, a responder a la requisitoria del diario, junto a entrevistas a Repetto y a uno de los estudiantes vivarachos, a partir de aquí (y con foto) artista y autor de la intervención a la instalación, lo cual bien podría dar lugar al surgimiento de una nueva disciplina: la del intervento-instalador. El cronista, como para encontrarle alguna entidad al tema y justificar la nota, citó algunos antecedentes referenciales: Marcel Duchamp con La Gioconda y el grafitero inglés Banksy en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, con lo cual, convengamos, se le va un poco la mano.
Imprevisibles consecuencias. No hubiéramos querido estar en el lugar del director del museo, forzado a comentar el episodio con algún concepto merecedor de integrar una nota sobre arte y cultura, lamentando quizá que el hecho no haya sido advertido a tiempo por algún ordenanza y los traviesos corridos con intimidante escoba. Deseo hipotético y en todo caso íntimo, jamás público, ya que un desenlace de esta naturaleza, aunque hubiera correspondido a la importancia del episodio, no sólo les hubiera otorgado carnets de artistas a los instala-interventores, sino de perseguidos. ¿Y si estos picarones, en lugar de los avioncitos, hubieran reemplazado algunas plantas de la soja sembrada en el jardín, por maíz o sorgo, que también son objeto de las polémicas retenciones? Ese sí hubiera sido un brete conceptual delicado, ya que la intervención habría excedido ampliamente al arte y tendido insospechadas derivaciones de política agroexportadora, obligando a todos –periodismo, artistas, público, por qué no también las universidades forjadoras de nuestros referentes culturales y clase dirigente- a tomar una postura clara y definida sobre el modelo kirchnerista de apropiación de la renta y distribución de la riqueza, posiblemente en un suplemento especial. Hubiera faltado sólo que algún otro artista original hiciera una intervención de desmalezamiento, regara las plantas con el controvertido glifosato, y ahí sí que, paradojalmente, se pudría todo.
Fuera de ironía. Fuera de broma, el Museo Caraffa, de sostenida actividad en estos meses recientes, cumple adecuadamente su función: muestra todo un abanico de expresiones, de diversos géneros, procedencia y nivel. Repetto, el de los miles de avioncitos y fideos, seguirá buscando su expresión creativa y está bien, si la energía está puesta en esa búsqueda y no en la del amigo periodista, lo cual sería poner los caballos detrás del carro (es una metáfora, no una sugerencia; encima que el tránsito por la Plaza España es caótico, no sea cosa que un día aparezcan por allí, en el estacionamiento del Museo Caraffa, miles de caballos).
Los reemplazadores de avioncitos, estudiantes de cuarto año, quizá concluyan su formación y empiecen a desarrollar una carrera artística genuina y exitosa. Es deseable que sea así. Después de todo, sobre lo sucedido puede decirse -en una valoración semántica perteneciente a la axiología popular- que la culpa no es del chancho. Ya tienen la gacetilla para la próxima muestra o intervención: “Se trata de los artistas que irrumpieron en la plástica cordobesa con audacia formal, generando una encendida polémica que …”. Los medios, que periódicamente denuncian que en municipios del Gran Córdoba se otorgan carnets de conducir sin exigir ningún requisito, suelen otorgar carnets de artistas –que, es cierto, son más inofensivos- con similar ligereza.
Ramplonería, fraude, pitonisas y bufones. Concluyo citando, textual, fragmentos de las aludidas notas de Vargas Llosa: “Bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de ‘nuevos medios de expresión’, en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad que caracteriza a buena parte del quehacer plástico en nuestros días. ( … ) Se han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la ramplonería y el fraude. ( … ) El arte no puede quedar secuestrado por unas minorías insignificantes de pitonisas, bufones y negociantes ( … ) Todos los patrones tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico, conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos se equivalen: todo vale y nada vale”.
Aunque, debo reconocer, las reflexiones de Vargas Llosa sean excesivas y holgadas para caracterizar las anécdotas menores que suceden por aquí, elevadas a la categoría de arte.
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