jueves, 26 de marzo de 2009

El coloso despierta

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Hace muchos años tuve la fortuna de viajar a la India y estuve allá varias semanas.
Por supuesto que volví impactada. Y no fueron solamente los rastros de su fantástica cultura – traducida concretamente en miles de monumentos, templos, etc – lo que más me impactó. Lo que cambió mi vida a partir de entonces fue su gente.

¿Cómo describirlo? Un sentimiento de ternura me invade cuando los recuerdo. Hablé mucho con la gente de pueblo –la mayoría habla inglés– y algunos conceptos se me prendieron en el corazón. Cuando a un humilde mozo de un hotel lo indagué sobre la vida de pareja, me dijo rotundamente, en su inglés gutural: No divorce in India; no divorce! Cuando un dependiente de un negocio callejero admiró mi par de anteojos de sol y se los ofrecí para su esposa, se negó, azorado, a aceptarlos. Por supuesto que se los dejé, alegremente. Cuando el bonachón chofer del destartalado automóvil que la empresa de viajes había puesto a mi disposición se mostró tan dispuesto a llevarme a donde le pidiera –sin negociar pago alguno, más allá del que ya se había convenido de antemano– todo éso, repito, hizo que ese pueblo se me metiera en las entrañas.

Por supuesto que los chiquillos en las calles, advirtiendo la condición de turista, me imploraban one rupee, one rupee a cada paso. Insistentemente, casi hasta el hartazgo.
Y seguían y rogaban… y, al final, se salían con la suya. Pero nunca había tenido la oportunidad de ver tanta dignidad envuelta en el ropaje de la pobreza.

Observé las abluciones matinales en el Ganges, en Benarés, mientras los cuervos sobrevolaban persistentemente y los cadáveres pasaban flotando a nuestro lado. Por el lado de los más afortunados, sus deudos se ocupaban de ordenar las piras funerarias para la inmediata cremación. Y uno escrutaba esos rostros, hermosos, nobles y ¿qué era lo que más llamaba la atención? La mirada sonriente. La mirada de ternura hacia el ser humano, más allá de las carencias y la miseria y los dolores. Esa mirada infinita poseedora de toda la sabiduría del mundo y de toda la bondad, en esos ojos oscuros llenos de chispitas de alegría de vivir y de comprensión…

Pero… siempre hay un pero.

Han transcurrido casi veinte años y parece que para una gran parte de la población las cosas han cambiado. Dice Susana Reinoso en La Nación del 26 de marzo en un artículo titulado La India, cultura que deslumbra que, en pleno siglo 21, India es un coloso que está despertando y que de los 1.050 millones de almas que lo habitan, 500 ya están viviendo con una calidad de vida desconocida hasta ahora. Por supuesto que esas noticias nos confortan. Todo ser humano se merece lo mejor. Pero mi temor es otro…

Después de ver los desfiles de moda de diseñadores indios – a nivel de los mayores couturiers del mundo; después de observar las reacciones que muestra el filme Slumdog Millonaire (donde la codicia no sólo impera en las clases dominantes) y de leer en el suplemento adnCultura del mismo diario del sábado 21 de marzo las declaraciones del autor Aravind Adiga, me pregunto, no sin consternación: ¿Aquella bondad intrínseca de ese pueblo maravilloso, está en peligro? ¿Se contaminará con el recelo, la codicia, la envidia?

A todo esto, ¿qué declaraciones hace Adiga que suenan tan inquietantes? Simplemente, lea, por favor:

“Aunque gran parte de la India siempre ha sido pobre, antes había muy poca delincuencia. Pero hoy la tentación de una persona pobre es mayor: ves los centros comerciales, la publicidad por todas partes; ves que tus vecinos la pasan mejor que tú. Eso te conduce a la frustración y la frustración a la ira”

Usted ¿qué opina?
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