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La entrevista que Jorge Mario Cónsole le hace a Reyna Carranza en su blog El Escaparate (buscar link en éste) el 13/ 8/ 07, me puso en el camino, nuevamente, a uno de los escritores argentinos más notables: Manuel Mujica Láinez. Esa nota, más la actual puesta en escena de Tres para un Bululú que está ofreciendo el Teatro Real, sirvieron de disparador y me han puesto a recordar y a soñar…
Hace muchos años -era a comienzos de los 80- un acontecimiento de excepción tuvo lugar en nuestro medio. Se presentaba en el Teatro Córdoba (en la actualidad destinado sólo a cine de jueves a domingos) uno de los prodigios de la escena de las últimas décadas: José María Vilches. Traía A las mil maravillas, obra de un juglar excepcional, que ya había fascinado a los públicos hispanos con su primera y mágica creación: El Bululú.
Yo asistí junto a uno de mis hijos y a un grupo de colegas, entre los cuales estaba Carolina Vocos (con quien hice durante muchos años un programa en Radio Nacional); también recuerdo a Juan Adrián Ratti –amigo de Vilches–; a un siempre caviloso Pablo Ponzano; a Alberto Equinasy; quizá a Jorgito Piva y seguramente, como no podía ser de otra manera, andaría cerca Ana María Alfaro.
La expectativa se notaba en el ambiente. Ibamos a asistir a la presentación de uno de los grandes de la escena. De repente, el grupo de personas que estábamos entrando se agitó con un revoloteo: rodeado y seguido por una cohorte de efebos –como era común encontrarlo en el centro de la ciudad en esas épocas- vestido con una capa y su inseparable sombrero de terciopelo con una pluma, apareció Manucho…
Pero el revuelo se me transformó en asombro cuando compruebo que –cosas del azar– me toca sentarme ¡casi al lado! del autor de Bomarzo, allí, en la tercera fila, separada de él apenas por uno de los jovencitos que lo rodeaban… Decir que asistí al espectáculo casi en trance, hechizada, es poco. Galante –no perdía ocasión para desplegar su seducción– el tal poeta, palabra va, palabra viene, se inspira conmigo, toma un programa, saca la pluma… y me dedica una graciosa rima:
Jorgelina, fina, fina,
lindos ojos
tus anteojos
me adivinan.
No sé si fue el champán con el que nos embriagamos antes y después del espectáculo. O a la maravilla de haber asistido a un rito como el que Vilches desplegaba y del que nos permitía participar. O de haberlo tenido a Manucho con todo su desparpajo al lado, inspirándole un minúsculo poema. O todo junto. No lo sé. Sólo sé que ése fue uno de los momentos mágicos de mi vida.
Hace muchos años -era a comienzos de los 80- un acontecimiento de excepción tuvo lugar en nuestro medio. Se presentaba en el Teatro Córdoba (en la actualidad destinado sólo a cine de jueves a domingos) uno de los prodigios de la escena de las últimas décadas: José María Vilches. Traía A las mil maravillas, obra de un juglar excepcional, que ya había fascinado a los públicos hispanos con su primera y mágica creación: El Bululú.
Yo asistí junto a uno de mis hijos y a un grupo de colegas, entre los cuales estaba Carolina Vocos (con quien hice durante muchos años un programa en Radio Nacional); también recuerdo a Juan Adrián Ratti –amigo de Vilches–; a un siempre caviloso Pablo Ponzano; a Alberto Equinasy; quizá a Jorgito Piva y seguramente, como no podía ser de otra manera, andaría cerca Ana María Alfaro.
La expectativa se notaba en el ambiente. Ibamos a asistir a la presentación de uno de los grandes de la escena. De repente, el grupo de personas que estábamos entrando se agitó con un revoloteo: rodeado y seguido por una cohorte de efebos –como era común encontrarlo en el centro de la ciudad en esas épocas- vestido con una capa y su inseparable sombrero de terciopelo con una pluma, apareció Manucho…
Pero el revuelo se me transformó en asombro cuando compruebo que –cosas del azar– me toca sentarme ¡casi al lado! del autor de Bomarzo, allí, en la tercera fila, separada de él apenas por uno de los jovencitos que lo rodeaban… Decir que asistí al espectáculo casi en trance, hechizada, es poco. Galante –no perdía ocasión para desplegar su seducción– el tal poeta, palabra va, palabra viene, se inspira conmigo, toma un programa, saca la pluma… y me dedica una graciosa rima:
Jorgelina, fina, fina,
lindos ojos
tus anteojos
me adivinan.
No sé si fue el champán con el que nos embriagamos antes y después del espectáculo. O a la maravilla de haber asistido a un rito como el que Vilches desplegaba y del que nos permitía participar. O de haberlo tenido a Manucho con todo su desparpajo al lado, inspirándole un minúsculo poema. O todo junto. No lo sé. Sólo sé que ése fue uno de los momentos mágicos de mi vida.
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