.
Una despedida conmovedora
.
.
por J. L.
.
.
Se ha ido un grande de la cultura y los que estamos en esto del periodismo y la literatura bien lo sabemos. La muerte de Tomás Eloy Martínez deja, sin dudas, un espacio vacío que, esperamos, sea llenado con alguien de su talla.
Pero más allá de las loas que seguramente, ya se están entonando en el mundo, -su novela más famosa, Santa Evita, fue traducida a más de 30 idiomas– quiero detenerme en otro autor, también argentino él, sin tantos lauros, pero de quien, semana tras semana (y desde hace varios años, temporada tras temporada) nos ofrece las páginas más íntimas de la circunstancia humana (por ejemplo, los momentos postreros de alguien que, después nos enteramos, acaba de morir) de una manera tan leve, tan delicada, que provocan una ternura indescriptible. Me estoy refiriendo a las crónicas que, periódicamente, Jorge Fernández Díaz nos ofrece desde las páginas sabatinas del diario La Nación.
No quisiera hacer una enumeración aburrida de los personajes a los que se ha referido desde esas columnas. Pero tras aquella conmovedora crónica sobre la vida de Mira Erlich (la heroína de la novela El ghetto de las ocho puertas) hasta la nota de despedida que le hiciera a T.E. Martínez este 1 de febrero –en la que narra la última vez que lo vió, durante una visita que le efectuara un caluroso día de este pasado enero- he ido advirtiendo (y esto lo digo a título muy personal) que estamos delante de un narrador de excepción que, además de caracterizarse por tener valiosísimas fuentes de información, sabe adentrarse en lo más profundo de la condición humana. Cosa que sin duda no es poco. Por otra parte, la prosa de F Díaz, además de mostrarlo como un caballero hidalgo, tiene encanto. Algo que, por muy buenos que sean, pocos consiguen.
Lejos estoy de querer hacer un paralelismo entre la literatura notable de un grande consagrado en el mundo como lo es Tomás Eloy Martínez y la de Jorge Fernández Díaz, quien, a pesar de tener mucha obra bellísima en su haber (a las crónicas periodísticas, se le deben sumar sus novelas Mamá, Fernández, El dilema de los próceres, Corazones desatados, La logia de Cádiz, La segunda vida de las flores) aún es muy joven y tiene ante sí un largo camino para recorrer. Pero luego de leer su crónica sobre la “despedida” que le hiciera al escritor recientemente desaparecido y tras la desesperación que provoca la partida de un grande, cuando deja el interrogante de “quién será capaz de llenar ese espacio” (que tampoco es así la cuestión), leyéndolo a Fernández Díaz me pregunto: ¿Por qué no?
.Se ha ido un grande de la cultura y los que estamos en esto del periodismo y la literatura bien lo sabemos. La muerte de Tomás Eloy Martínez deja, sin dudas, un espacio vacío que, esperamos, sea llenado con alguien de su talla.
Pero más allá de las loas que seguramente, ya se están entonando en el mundo, -su novela más famosa, Santa Evita, fue traducida a más de 30 idiomas– quiero detenerme en otro autor, también argentino él, sin tantos lauros, pero de quien, semana tras semana (y desde hace varios años, temporada tras temporada) nos ofrece las páginas más íntimas de la circunstancia humana (por ejemplo, los momentos postreros de alguien que, después nos enteramos, acaba de morir) de una manera tan leve, tan delicada, que provocan una ternura indescriptible. Me estoy refiriendo a las crónicas que, periódicamente, Jorge Fernández Díaz nos ofrece desde las páginas sabatinas del diario La Nación.
No quisiera hacer una enumeración aburrida de los personajes a los que se ha referido desde esas columnas. Pero tras aquella conmovedora crónica sobre la vida de Mira Erlich (la heroína de la novela El ghetto de las ocho puertas) hasta la nota de despedida que le hiciera a T.E. Martínez este 1 de febrero –en la que narra la última vez que lo vió, durante una visita que le efectuara un caluroso día de este pasado enero- he ido advirtiendo (y esto lo digo a título muy personal) que estamos delante de un narrador de excepción que, además de caracterizarse por tener valiosísimas fuentes de información, sabe adentrarse en lo más profundo de la condición humana. Cosa que sin duda no es poco. Por otra parte, la prosa de F Díaz, además de mostrarlo como un caballero hidalgo, tiene encanto. Algo que, por muy buenos que sean, pocos consiguen.
Lejos estoy de querer hacer un paralelismo entre la literatura notable de un grande consagrado en el mundo como lo es Tomás Eloy Martínez y la de Jorge Fernández Díaz, quien, a pesar de tener mucha obra bellísima en su haber (a las crónicas periodísticas, se le deben sumar sus novelas Mamá, Fernández, El dilema de los próceres, Corazones desatados, La logia de Cádiz, La segunda vida de las flores) aún es muy joven y tiene ante sí un largo camino para recorrer. Pero luego de leer su crónica sobre la “despedida” que le hiciera al escritor recientemente desaparecido y tras la desesperación que provoca la partida de un grande, cuando deja el interrogante de “quién será capaz de llenar ese espacio” (que tampoco es así la cuestión), leyéndolo a Fernández Díaz me pregunto: ¿Por qué no?
.