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Quizá un tanto obnubilada por vivir de este lado de Occidente; o tal vez influenciada por Hollywood que nos ha hecho ver las cosas a su manera, la verdad es que no tomé real conciencia de lo que en realidad sucedió detrás de la Cortina de Hierro hasta que a mediados de 2007 leí el libro ¡Tierra, Tierra! de Sàndor Màrai. Además de descubrir a un autor maravilloso (redescubierto por el mundo de la literatura, luego de una oscuridad de algunas décadas), un flash inundó mi cerebro y “aterricé”, dándome cuenta del horror que vivieron los pueblos eslavos antes y después de la II Guerra Mundial a manos de los bolches. Y tomé conciencia de lo relatado hace más de 30 años por Alexander Solyenitzhin (Premio Nobel 1970) en su Archipiélago Gulag.
Recuerdo que cuando leí aquella novela le prodigué una lectura desdeñosa, suponiendo que era una mirada un tanto resentida de alguien a quien las cosas no le habían favorecido en su momento. Imbuída de la ola izquierdista, afín a los que nos dedicábamos a las Humanidades en las décadas del 60-70, delirantes por el Mayo francés, la Cuba del Che Guevara y la Evita de los Montoneros, decidí que aquello era una tendencia teñida de odio.
Poco importaba que Pasternak hubiera rechazado el premio Nobel en 1958 (por temor a las represalias); que el propio Solyenizhin tuviera que huir; que Rostropovich buscara el exilio en 1974 junto a su famosa esposa soprano o que el mundo entero se sorprendiera ante el “salto” que Nureyev diera en 1961 en el aeropuerto Le Bourget para huir de los miembros de la KGB que custodiaban los pasos de los integrantes del Ballet Bolshoi en una de sus giras. (Recuérdese que en 1974 lo imitó Mijail Barishnikov)
Simplemente, considerar que el comunismo soviético era una farsa no nos entraba en la cabeza… Además el fantasma horroroso del nazismo se imponía y quizá por el hecho de considerar a uno de izquierda y al otro de derecha (cuánta estupidez!) no nos permitíamos conocer la verdad. Por su parte, cine y literatura se habían ocupado con esmero en destacar las crueldades cometidas por el régimen del Tercer Reich, mientras Occidente reiteradamente se encargó de ocultar lo que por tierras eslavas sucedía (y había sucedido).
Evidentemente, no alcanzaron la caza de brujas y el odio al comunismo que emprendió el cine norteamericano para hacer tomar conciencia a los desprevenidos como yo.
Pasaron los años… Después del libro de Màrai los deseos de averigüar se me impusieron.
Comencé a buscar en la Historia. Hurgué en la literatura; en el cine. Llegué a Koba, el Temible y La Casa de los Encuentros (dos historias sobre los GULAG) del inglés Martin Amis. El libro testimonial Los Verdugos y las Víctimas de Laurence Rees no se refiere solamente a los asesinos nazis: también habla de los soviéticos, entre otras preciosuras. El cine se ha despachado en estos últimos tiempos con La Vida de los Otros (sobre Berlín Oriental); con Bye, bye Lenín y con Katyn, del polaco Andrzej Wajda, una masacre perpretada en 1940 por el Ejército Rojo en la que fue asesinado el padre del director…
Quizá sea ver la verdad revelada en sus mínimos detalles lo que más impacta. Quizá, en mi caso, los necesité para tomar conciencia. Cifras montruosas de más de 60 millones de muertos durante la Segunda Guerra (20 de aquellos se atribuyen a la Unión Soviética) aparecen como algo distante, abstracto, grotesco y hasta imposible. Son números que no alcanzan a dibujar con precisión el horror, la desesperación, la indignidad más espantosas. Son las especificaciones las que proporcionan la cachetada feroz. Y me hacen sentir vergüenza ante mi ceguera. Pero también pienso que nunca es tarde. En fin.
Recuerdo que cuando leí aquella novela le prodigué una lectura desdeñosa, suponiendo que era una mirada un tanto resentida de alguien a quien las cosas no le habían favorecido en su momento. Imbuída de la ola izquierdista, afín a los que nos dedicábamos a las Humanidades en las décadas del 60-70, delirantes por el Mayo francés, la Cuba del Che Guevara y la Evita de los Montoneros, decidí que aquello era una tendencia teñida de odio.
Poco importaba que Pasternak hubiera rechazado el premio Nobel en 1958 (por temor a las represalias); que el propio Solyenizhin tuviera que huir; que Rostropovich buscara el exilio en 1974 junto a su famosa esposa soprano o que el mundo entero se sorprendiera ante el “salto” que Nureyev diera en 1961 en el aeropuerto Le Bourget para huir de los miembros de la KGB que custodiaban los pasos de los integrantes del Ballet Bolshoi en una de sus giras. (Recuérdese que en 1974 lo imitó Mijail Barishnikov)
Simplemente, considerar que el comunismo soviético era una farsa no nos entraba en la cabeza… Además el fantasma horroroso del nazismo se imponía y quizá por el hecho de considerar a uno de izquierda y al otro de derecha (cuánta estupidez!) no nos permitíamos conocer la verdad. Por su parte, cine y literatura se habían ocupado con esmero en destacar las crueldades cometidas por el régimen del Tercer Reich, mientras Occidente reiteradamente se encargó de ocultar lo que por tierras eslavas sucedía (y había sucedido).
Evidentemente, no alcanzaron la caza de brujas y el odio al comunismo que emprendió el cine norteamericano para hacer tomar conciencia a los desprevenidos como yo.
Pasaron los años… Después del libro de Màrai los deseos de averigüar se me impusieron.
Comencé a buscar en la Historia. Hurgué en la literatura; en el cine. Llegué a Koba, el Temible y La Casa de los Encuentros (dos historias sobre los GULAG) del inglés Martin Amis. El libro testimonial Los Verdugos y las Víctimas de Laurence Rees no se refiere solamente a los asesinos nazis: también habla de los soviéticos, entre otras preciosuras. El cine se ha despachado en estos últimos tiempos con La Vida de los Otros (sobre Berlín Oriental); con Bye, bye Lenín y con Katyn, del polaco Andrzej Wajda, una masacre perpretada en 1940 por el Ejército Rojo en la que fue asesinado el padre del director…
Quizá sea ver la verdad revelada en sus mínimos detalles lo que más impacta. Quizá, en mi caso, los necesité para tomar conciencia. Cifras montruosas de más de 60 millones de muertos durante la Segunda Guerra (20 de aquellos se atribuyen a la Unión Soviética) aparecen como algo distante, abstracto, grotesco y hasta imposible. Son números que no alcanzan a dibujar con precisión el horror, la desesperación, la indignidad más espantosas. Son las especificaciones las que proporcionan la cachetada feroz. Y me hacen sentir vergüenza ante mi ceguera. Pero también pienso que nunca es tarde. En fin.
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