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Vanidad de vanidades…
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Por J. Lagos
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Es casi increíble lo que la vida a veces nos depara en cuanto a experiencia no como actores, sino simplemente como espectadores ¿Por qué digo esto?
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Hace muchísimos años (muchisííííísimos, diría el Chavo) las jovencitas de esta parte de Occidente asistimos, casi azoradas, a uno de los tantos casos de destinos de “cuento de hadas” que los ricos y poderosos suelen vivir con frecuencia. Pero claro, un mismo hecho, protagonizado en 1959, no se veía con la dimensión que una circunstancia parecida podría llegar a tener en este 2011.Entonces, el mundo entero abría la boca ante las desmesuras
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Vamos a los hechos. En una antigua y remota nación – alguna vez conocida como Persia – vivía una pareja de emperadores, hermosos y jóvenes los dos. A él se lo conocía como el Sha Reza Pahlevi, un morocho apuesto y gallardo; a ella, bellísima, con ojos color de esmeralda, se la conocía como la Emperatriz Soraya. Pero el Destino - que suele meter la cola, igual que el Diablo – no les dio descendencia. Y en ese país machista de corte de opereta en el que vivía la familia real con un entorno de lujo sin precedentes (mientras el pueblo, literalmente, se moría de hambre) el emperador se vio obligado a repudiar a su bella esposa; exiliarla en París y conseguirse una jovencita que le asegurara la descendencia…Un misterio, si se piensa bien: ¿habrá habido alguna prueba previa…? Pero, sigamos.
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A la muchacha en cuestión la ubicaron en una antigua familia persa. Evidentemente el Sha ya le había echado el ojo…Se casaron, dejaron atrás el pasado, en apariencia fueron felices y tuvieron cuatro hijos. El mayor, varón, heredero al trono. El tal Sha, habiendo tenido una hija con su primerísima esposa – a quien también dejó atrás – se
sintió más que satisfecho con el primogénito que le regalaba su tercera consorte. Pero… todo tiene un precio ¿no? Los años pasaron y tras los opulentos y casi increíbles festejos para celebrar los 2.500 años del imperio persa (que reunió a la crème de la crème de los poderosos del mundo) este emperador, autoproclamado sucesor de Ciro el Grande, que había seguido con la política de modernización de su país iniciada por su padre – también usurpador del trono - cayó en desgracia: el pueblo se hartó, llegaron los ayatoláes y tras ello, el exilio. Dorado, eso sí. Que osciló en un permanente deambular por varios países mientras la ex emperatriz mantenía incólume su bien ganado título de una de las mujeres mejor vestidas del mundo.
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El Sha murió de cáncer en 1980. Su viuda, Farah Diba, aún joven y hermosa lo lloró con convicción y siguió viviendo en su torre de marfil, mientras criaba a sus hijos al estilo occidental. En 2001 la hija menor sucumbía en París ante un combo de barbitúricos. Semanas atrás, nos llegó desde Boston la noticia del suicidio del menor de los dos varones. Se dijo que ninguno pudo superar el dolor del exilio y las humillaciones sufridas.
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Ante tanto boato y esplendor frente a un pueblo hambreado; ante tanto despliegue increíble de una corte de pacotilla; ante la miseria de tanto imbécil que se la cree; ante la imagen de esa mujer doblada por el dolor que creyó tener el mundo en sus brazos, nos vuelve a la memoria la frase sabia y añeja del Eclesiastés.
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Por J. Lagos
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Es casi increíble lo que la vida a veces nos depara en cuanto a experiencia no como actores, sino simplemente como espectadores ¿Por qué digo esto?
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Hace muchísimos años (muchisííííísimos, diría el Chavo) las jovencitas de esta parte de Occidente asistimos, casi azoradas, a uno de los tantos casos de destinos de “cuento de hadas” que los ricos y poderosos suelen vivir con frecuencia. Pero claro, un mismo hecho, protagonizado en 1959, no se veía con la dimensión que una circunstancia parecida podría llegar a tener en este 2011.Entonces, el mundo entero abría la boca ante las desmesuras
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Vamos a los hechos. En una antigua y remota nación – alguna vez conocida como Persia – vivía una pareja de emperadores, hermosos y jóvenes los dos. A él se lo conocía como el Sha Reza Pahlevi, un morocho apuesto y gallardo; a ella, bellísima, con ojos color de esmeralda, se la conocía como la Emperatriz Soraya. Pero el Destino - que suele meter la cola, igual que el Diablo – no les dio descendencia. Y en ese país machista de corte de opereta en el que vivía la familia real con un entorno de lujo sin precedentes (mientras el pueblo, literalmente, se moría de hambre) el emperador se vio obligado a repudiar a su bella esposa; exiliarla en París y conseguirse una jovencita que le asegurara la descendencia…Un misterio, si se piensa bien: ¿habrá habido alguna prueba previa…? Pero, sigamos.
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A la muchacha en cuestión la ubicaron en una antigua familia persa. Evidentemente el Sha ya le había echado el ojo…Se casaron, dejaron atrás el pasado, en apariencia fueron felices y tuvieron cuatro hijos. El mayor, varón, heredero al trono. El tal Sha, habiendo tenido una hija con su primerísima esposa – a quien también dejó atrás – se
sintió más que satisfecho con el primogénito que le regalaba su tercera consorte. Pero… todo tiene un precio ¿no? Los años pasaron y tras los opulentos y casi increíbles festejos para celebrar los 2.500 años del imperio persa (que reunió a la crème de la crème de los poderosos del mundo) este emperador, autoproclamado sucesor de Ciro el Grande, que había seguido con la política de modernización de su país iniciada por su padre – también usurpador del trono - cayó en desgracia: el pueblo se hartó, llegaron los ayatoláes y tras ello, el exilio. Dorado, eso sí. Que osciló en un permanente deambular por varios países mientras la ex emperatriz mantenía incólume su bien ganado título de una de las mujeres mejor vestidas del mundo.
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El Sha murió de cáncer en 1980. Su viuda, Farah Diba, aún joven y hermosa lo lloró con convicción y siguió viviendo en su torre de marfil, mientras criaba a sus hijos al estilo occidental. En 2001 la hija menor sucumbía en París ante un combo de barbitúricos. Semanas atrás, nos llegó desde Boston la noticia del suicidio del menor de los dos varones. Se dijo que ninguno pudo superar el dolor del exilio y las humillaciones sufridas.
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Ante tanto boato y esplendor frente a un pueblo hambreado; ante tanto despliegue increíble de una corte de pacotilla; ante la miseria de tanto imbécil que se la cree; ante la imagen de esa mujer doblada por el dolor que creyó tener el mundo en sus brazos, nos vuelve a la memoria la frase sabia y añeja del Eclesiastés.
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