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En el verdadero país de las maravillas…
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por J.L.
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Vino precedida con todo el aparato publicitario necesario. Por supuesto que se lo merece: es el mismísimo Tim Burton (La leyenda del jinete sin cabeza, El cadáver de la novia, El gran pez, Sweeney Todd, entre otras producciones) el que se tomó el trabajo – y poner su creatividad, de paso – de llevar a la pantalla el mágico libro de Lewis Carroll. Tarea nada fácil, por cierto, pues a la interpretación de texto tan complejo le debía adosar los efectos que transportaran al espectador al mundo fantástico de Carroll.
La primera pregunta que cabe es:¿Lo logró? Respuesta (escueta): Sí.
La segunda pregunta (lógica), es: ¿Conmueve? Respuesta: Poco, casi nada.
¿Entonces? Entonces, queridos amigos, nos quedamos en lo exterior – muy buena puesta en escena, por cierto – y el espíritu…bueno, el espíritu, el alma, el encanto, es otra cosa. ¿Lo logró? Rotunda respuesta: NO.
Nadie en su sano juicio se atrevería a decir que la tal Alicia, etcétera no es efectiva. Claro que sorprende por los efectos especiales –como lo comprobamos en Avatar, cada vez más logrados en su refinamiento– pero de allí a conmover… Creo que parte de la respuesta la dio la propia Academia de Cine de Hollywood cuando premió Vivir al límite como mejor filme de 2009 y Kathryn Bigelow se llevó el premio a la dirección. Más claro, échele agua: no todo son los efectos especiales. Lo que deja una esperanza para el porvenir:¿estarán los miembros de la tal Academia espabilándose y dándose cuenta de cómo es la cosa, en realidad? Esperemos que sí.
Todo esto viene a cuento tras ver, regocijada, que efectos especiales aparte, aún hay quienes pueden contar una historia mágica con magia, precisamente. Me refiero al filme El imaginario mundo del Doctor Parnassus, una recreación del mito de Fausto; el que vende su alma al Diablo a cambio de algo muy importante, etcétera.
Viene acompañado el tal filme con una publicidad chiquita, como si el talento que lo concibió ya no pinchara ni cortara porque ya no está de moda. En verdad, hay universos que cada vez se me hacen más impenetrables. Pero ésa es otra cuestión. Lo cierto es que este trabajo se debe a la pluma y a la cámara de un genio del cine: Terry Gilliam, uno de los integrantes del aquel mítico grupo Monty Python que nos sorprendió en los 80 con La vida de Brian, Los caballeros de la mesa cuadrada o Estamos todos locos, junto a sus compañeros de fórmula Terry Jones y John Cleese, entre otros.
Terry Gilliam, más allá del trabajo en conjunto, hizo por su cuenta otras películas memorables: Brasil, Las aventuras del Barón Munchausen, Pescador de ilusiones y Doce monos. Todos trabajos que revelaban a un artista poco común con un mensaje poco común. Y ahora, porque evidentemente no está en los titulares de la primera plana, su trabajo se ve, no diría menospreciado, pero sí subvalorado.
También en este caso usa de suntuosos efectos de animación, pero no son ellos, precisamente, los que más conmueven. Lo que sí más toca es el tratamiento sagaz de un mundo enloquecido y la ternura con que lo mira y esos momentos mágicos del teatrillo de variedades con sus añejas luces de candilejas.
También hay aquí un universo paralelo; un mundo del otro lado del espejo; una país de maravillas. Que, como le decía al comienzo, no necesita de tantos recursos técnicos.
Necesita sí de más corazón.
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