domingo, 23 de agosto de 2009

El hombre que está solo...

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Por Jorgelina Lagos
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A 50 años de su muerte, el actual poder ejecutivo decretó que 2009 sea declarado el “Año Homenaje a Raúl Scalabrini Ortiz”. El periodista, pensador, filósofo y poeta correntino, fallecía el 30 de mayo de 1959, sumido en la desesperanza y la desilusión, tras el ninguneo que le hiciera el segundo período presidencial de Perón y el desconcierto que le provocó el desaire infligido a su apoyo moral e ideológico al gobierno de Arturo Frondizi.



A partir de la década del treinta y durante casi 20 años, un espíritu recorrió Buenos Aires. Es lo que se dió en llamar “el espíritu nacional o el espíritu de la tierra”. Se aposentó inspirando a cronistas, poetas, artistas. Los pensadores y los escritores respondieron al llamado de su gente, pues ésta era una nación necesitada de mitos, de leyendas, de identidades.

Un joven Jorge Luis Borges proclamaba: “No hay leyendas en estas calles y ni un solo fantasma camina por ellas”. El ciudadano de todos los días – castigado tras la Gran Depresión y desalentado por el golpe del año 30 - se reunía en los cafetines de la ciudad donde trataba de unir cuerpo con alma, mientras era de rigor la charla sobre el amor, la amistad, la política, el juego, la aventura y el aburrimiento. Despuntaba el espíritu de comunidad alrededor del fútbol y el cigarrillo era un gran aliado en la soledad. Detestaba a la mina traidora y seguía siendo la vieja el incondicional amor de su vida.

En una ciudad donde había pocas mujeres, la soledad del porteño era, en realidad, una soledad sexual, a la que el orgullo viril intentaba sublimar a través de ritos que nutrían el imaginario masculino. Este hombre oscilaba entre los 25 y los 50 años; se reunía con los amigos en el café; era un fanático cumplidor de la palabra empeñada; disimulaba los sentimientos; parco, recelaba de las palabras y, políticamente hablando, si su padre había sido un inmigrante con ideas anarquistas que intentaba hacerse la América, él, desilusionado, había llegado a ser el afanoso buscador de un gran mito nacional.

Este fue el hombre de Corrientes y Esmeralda…Este fue “el hombre que está solo y espera…” Este fue el que describiera Raúl Scalabrini Ortíz en 1931; un pensador que creyó encontrar en Perón al hombre que el destino tenía para la Patria. Soñó, junto a Arturo Jauretche y varios más que conformaron el grupo FORJA (Fuerza de orientación radical de la joven Argentina ) y aunado a artistas que pretendían una visión diferente((Homero Manzi, Enrique S. Discépolo, etcétera ), con un nuevo movimiento de neto corte nacional, una Argentina libre y soberana, sin vendepatrias ni ligada a intereses cipayos. Un país en el cual ni la oligarquía vacuna ni los capitales foráneos se quedaran con la tajada más grande

Mucho luchó S. Ortiz, al lado de A. Jauretche ( Manual de zonceras argentinas, El mediopelo en la sociedad de hoy) desde las páginas de libros y ensayos. Memorables son títulos como Política británica en el Río de la Plata e Historia de los Ferrocarriles Argentinos.. Recordables los artículos en revistas como Qué o De frente. Pero su ilusión se perdió en los meandros de las mezquindades que siempre rodean a los espíritus generosos.



Cincuenta años después se intenta hacer justicia a su memoria. Se lo usa como estandarte de una causa actual supuestamente emparentada con aquella. Se lo reivindica, conjeturando que tanto él, como Jauretche, como Manzi, como Discépolo, han sido arbitrariamente silenciados en las últimas décadas. Se enarbola sus nombres usufructuando la imagen de honestidad que aquellos sembraron a su paso y este gobierno de turno insta a seguir las bondades patrióticas que demostraron. Vano esfuerzo de manipuladores sin ética, aferrados a lo que está más a mano para hacer un poco de demagogia y conseguir una supuesta adhesión.

Apropiarse de la bandera enarbolada en su momento por Scalabrini Ortiz es propio de la actitud cerril y abusiva de estas gentes que nos gobiernan. El camino del infierno - o, al menos, el del purgatorio- está sembrado de buenas intenciones. No me queda ninguna duda de que Scalabrini Ortiz se volvería a sentir desconcertado si viera en qué estado se encuentra esta Nación (y cuál es el calibre del gobierno que propicia este homenaje ) que él, junto a un grupo de bienpensantes, se empeñó en forjar.
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La revolución jubilada

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Por Jorge Piva
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Cualquier universitario que se considerara partícipe y protagonista de su época, a principios de los 70, tenía en su residencia alguno o todos los discos de Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños. Estudiábamos con “El violín de Becho” de fondo, recibíamos la visita de nuestros pares con “A desalambrar” y cortejábamos señoritas con “El beso que te di” sonando en la penunbra. Algunos, no sin cierta culpa de “pasatismo burgués”, nos permitíamos escuchar a Roberto Carlos. Aún conservo algo de todo ello, en discos long-play. Y ahora, cuando de vez en cuando Rony Vargas en su “Club del recuerdo” nos permite escuchar a Braulio López y Pepe Guerra en un punteo impecable y cantar con toda el alma “No puedo vivir sin ti / te juré quererte con devoción / te besé y aquel beso que te di / se quedó clavado en mi corazón”, se nos tensa al máximo la cuerda de la nostalgia. Hay canciones que no son buenas o malas en sí mismas, sino en lo que significan para cada uno, o para una época.
En aquellos años, antes de su exilio, me lucí invitando a una compañera a ver a Alfredo Zitarrosa en la cancha del club Juniors, en una ceremonia de militancia antes que un recital. El uruguayo, de saco y corbata, acaricia su guitarra y saluda, parco, con su voz de locutor y cigarrillos, con un dejo de tristeza y nostalgia que ya tenía antes de irse obligado a España, donde se consumió de cigarrillos, alcohol, tristezas y nostalgias, aunque alcanzó a volver para la primavera democrática, antes de morirse de la suma de todo ello. Lo entreveo aún subido al rústico entablonado, cada vez que un inexplicable nudo de melancolía me incomoda al escuchar “Stefanie” (“Esta canción / que pregunta por ti / que no ha dormido / es puro olvido / Stefanie”.) En aquellos recitales vibraba no sólo la fuerza colectiva del deseo de un mundo mejor –que debería estar hecho de lucha y amor- sino la convicción de que ello era posible, que estaba ahí, al alcance de la mano. (Después, como se sabe –y dijeran los chicos ahora- se pudrió todo, pero éste no es el tema.)

Braulio López tiene 67 años y Pepe Guerra cumplirá 65 en octubre. “Los Olimareños” estaban para siempre instalados en lo mejor del folklore latinoamericano de los ‘60 a los ‘80 cuando a principios de 2009 a alguien, o a ellos mismos, se les ocurrió juntarse nuevamente en un escenario. Así como nunca explicaron muy bien las razones de la separación, no manifestaron las motivaciones de este retorno. Hacía 19 años que habían disuelto al dúo para continuar declinantes carreras de solistas, después de tres décadas de trabajo conjunto. Habían grabado 240 canciones, pero se los identificaba ante todo por las contestatarias, las llamadas “canciones de protesta”, críticas de las desigualdades del capitalismo y el imperialismo, celebrantes y propugnadoras del cambio político y social que tenía a la revolución cubana como faro ideológico continental y a Tupamaros y Montoneros como los máximos y más populares exponentes de su vanguardia armada en ambos márgenes del Río de la Plata. No estaban solos: en peñas y guitarreadas se coreaban los pegadizos himnos de Los Quilapayún, sin importar demasiado la calidad poética o sutil elaboración de sus letras. La emblemática canción “El tomate” decía: “Qué culpa tiene el tomate / que está tranquilo en la mata / si viene un hijo de puta / y lo mete en una lata y lo manda pa’ Caracas”. Terminaba diciendo: “ … que la tortilla se vuelva / que los pobres coman pan / y los ricos mierda mierda”.

En mayo pasado Los Olimareños hicieron dos presentaciones en el Estadio Centenario de Montevideo; habían anunciado una sola, pero el público agotó las entradas. El precio de las mismas motivó una pequeña polémica y algunas protestas, discusión que ellos zanjaron diciendo que si se pagaban entradas caras para ver recitales de músicos extranjeros, no cabía hacer diferenciaciones con los músicos nacionales. Alguien replicó que las entradas más caras para ver a Serrat y Sabina habían costado exactamente la mitad. La discusión sobre precio y valor de los espectáculos es interminable, y los espectadores, los que van, normalmente la relegan llenando los escenarios, sin darle importancia. Históricamente, el parámetro monetario de los espectáculos populares ha sido el precio del cine, donde no hay diferencias para verlo: es por orden de llegada. Lo cierto es que los recitales, hoy en día, tienen una serie de altos costos para solventar varios ítems: alquiler de escenario, técnicos, publicidad directa o indirecta, productores, impuestos, artistas, etc., donde nadie, que se sepa, trabaja por amor al arte.
El anuncio del retorno de Los Olimareños se hizo en conferencia de prensa en el Hotel Sheraton de Montevido (en Argentina la militancia montonera cantaba, en el 73 “Qué lindo, qué lindo que va a ser, el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel”). Las fotos muestran a Braulio López y Pepe Guerra de remera y camisa, y a Pepe con una gorra marinera o ferroviaria. Quizá vivan así. Aquí se suele desconfiar de la escenografía de la humildad desde que los millonarios sindicalistas argentinos se resisten a usar traje y corbata, signos ajenos al proletariado que dicen representar. Se simpatiza más, según las últimas elecciones, con De Narváez, que es un auténtico rico y aunque no hace alarde de ello, no se ocupa de disimularlo.
Debido a aquel éxito en Montevideo, en junio pasado Los Olimareños vinieron al Luna Park de Buenos Aires. La platea VIP costó 250 pesos y la ubicación más barata, 80 pesos. Las crónicas coincidieron en mencionar las guitarras desafinadas, las voces desacomodadas, el recorrido por un repertorio que no incluyó ningún tema nuevo sino los de hace 30 años, la emoción lagrimeante del público que en el cierre apoteótico coreó de pie “Hasta siempre”, la guajira en homenaje al Che Guevara: “Seguiremos adelante / como junto a ti seguimos / y con Fidel te decimos / hasta siempre Comandante”.
En Córdoba, en el Orfeo, los precios de las entradas bajaron a 150 pesos y 50 en ambos extremos. Durante la semana previa a la presentación los escuché dialogando con Rony Vargas. Dio la casualidad que venía yo en auto por la avenida Luchesse, viendo cómo un gran despliegue de máquinas y obreros viales están modificando la entrada a Villa Allende, para que la cadena multinacional Carrefour pueda abrir otra sucursal, demostrando la excelente salud del capitalismo globalizado. Esta expansión ante mis ojos y simultáneamente Los Olimareños en mis oídos me generó cierto desacople que no podría explicar.
Escuché las voces ya notoriamente avejentadas en el teléfono de Pepe y Braulio, hablando de sus orígenes, su militancia en el canto popular, del encarcelamiento de Braulio en Córdoba y del exilio de ambos. Dos experiencias terribles y comprensiblemente inolvidables, que los periodistas generalmente se han ocupado de recordarles en cada entrevista, antiguas y actuales. Pensé: ¿no estarán hartos de hablar de aquella experiencia sucedida hace treinta y cinco años, diciendo siempre más o menos lo mismo? ¿Será que a medida que envejecemos se nos potencian y hacen más palpitantes los recuerdos?¿No los incomoda que invariablemente el exilio y los sufrimientos consecuentes son puestos casi en el mismo nivel que la música que hacen, a la hora de valorizar y darle identidad al dúo? Las persecuciones a artistas hablan de la estulticia criminal de los perseguidores y los dramas personales que provocan, a lo sumo de íconos artísticos de la censura, no de las calidades artísticas. Dicho de manera casi brutal: fueron perseguidos, pero hace 25 años que ya no son perseguidos. Y nada parece indicar que haya golpes militares en ciernes, como para mantener vivo un recuerdo preventivo. Por suerte, a continuación Rony matizó la entrevista con “La niña de Guatemala”.
Mi hijo es aficionado a la guitarra. En algunas ocasiones he llamado su atención sobre Los Olimareños. “Escuchá cómo suenan”. Omití lo del exilio: mi hijo nació recién cuando se estaba yendo Alfonsín, casi nada sabe de la dictadura, y lo poco que sabe –por mí, o por la propaganda sesgada de las agrupaciones universitarias de izquierda- no le interesa, no se conecta con ninguna de sus experiencias ni expectativas, duda si cuando menciono a Videla me refiero al cuartetero Negro Videla, y así. Más o menos como cuando nuestros padres, en los 60 y 70, nos hablaban de Irigoyen o Sabattini, que eran dos avenidas.

No fui a verlos al Orfeo. Me resistí, como quien elude a una novia de juventud por temor a que los estragos de la vejez le rompan el encanto del recuerdo. Pero no sólo por eso. No hubiera entendido ni querido entender a un público que paga 250, 170, 120 pesos para aplaudir a rabiar las letras contestatarias que proclamaban la lucha contra el capitalismo burgués, que propugnaban la revolución socialista, que legitimaban la lucha armada (“Cielito del 69”), la tierra para quien la trabaja, la reivindicación de una clase obrera mayoritariamente ausente de un espectáculo que no está al alcance de sus bolsillos: ni el albañil y la lavandera de “No lo conoce a Juan” ni el “hombre de mameluco” de otro de sus temas. Pensé que posiblemente en esas plateas hayan estado algunos sobrevivientes de aquellas experiencias militantes de final trágico, hoy personas maduras, que mal o bien lograron luego reinsertarse en las comodidades de la clase media, en profesiones o actividades liberales, que luego del recital subieron a sus autos y cruzaron a tomar café al Holiday Inn, comer hamburguesas en el Mc Donald’s del Hiper Libertad o en el patio de comidas del shopping Dino, ícono por excelencia del capitalismo consumista. Imaginé a esas personas coreando el “Hasta siempre Comandante” mientras la realidad indica que el ideario de lucha armada del Che está más cercano al “hasta nunca” – el otro “nunca más”- y posiblemente quienes lo cantan a coro no desean ni tolerarían que resucitase.
Pensé en cuál es el sentido de erigir esta especie de museo de la derrota –donde se grita la consigna “Hasta la victoria siempre”- en medio de las reglas de juego y el usufructo del capitalismo victorioso. Pensé en la paradoja de esta celebración musical de una revolución jubilada de oficio por la historia, a no ser que alguien suponga que la realidad de hoy es la corporización de “los sueños de los 70”.
Pensé dónde cantarían hoy Los Olimareños si aquellas revoluciones hubieran triunfado en nuestros países:¿serían subvencionados por el Estado con la obligación de dar recitales gratuitos en escuelas, fábricas, universidades y actos oficiales, en un ex Sheraton transformado en Hospital de Niños?
Pensé en León Gieco y Víctor Heredia, por ejemplo, que cuando vienen a Córdoba para las temporadas veraniegas, entre festival y festival, se presentan en improvisados escenarios barriales, por cierto con entrada libre, sin avisar ni antes ni después a los medios de prensa.
Pensé esto pero no quise pensar más, porque se me confunden los tantos, no sé extraer conclusiones taxativas, pero tengo la impresión de que hay algo en todo esto que no encaja, un error, una lástima, alguien que se está riendo de todos nosotros, como un marionetista que lucra manipulando muñecos en una obra que a la vez hace reír y llorar sincera y profundamente, porque remite a experiencias hermosas, crueles, heroicas y trágicas, pero que como toda ficción, la puesta en escena, en el fondo, es de mentirita.
Hasta que pensé en mi hijo veinteañero, que toca la guitarra y poco de esto le interesa, y que quizá sea mejor así.

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Agosto 2009.
jorospiva@yahoo.com.ar
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domingo, 2 de agosto de 2009

Confesiones (medicinales) de invierno

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Por: Jorge Piva
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En el listado de mis peores recuerdos de la infancia figuran casi con exclusividad las enfermedades. Un solo hecho rompe esa uniformidad: el catecismo. Ambas experiencias se unirían, según se verá, en aquellos inviernos inclementes de mi Villa María natal.
Me dicen que hoy en día la enseñanza religiosa ha cambiado. En mí tuvo el efecto de fomentar la rebeldía: a los ocho o diez años era yo alumno sobresaliente (alternábamos la mejor libreta con mi amigo Juan Carlos Seia), niño retraído, respetuoso y tímido, y sin embargo tuve la audacia de forzar inconductas para ser puesto en penitencia o ser echado de las clases de catecismo. Los rezos, credos y oraciones me resultaban más ininteligibles que las matemáticas, y como tales, debía estudiarlos de memoria, sin lograr encontrar algún atisbo de racionalidad o anclaje terrenal en frases como “creo en la resurrección de la carne”. Como todo niño a esa edad, casi no tenía pecados para confesar y en consecuencia me afligía inventar alguno que transgrediera apenas los diez mandamientos, de los cuales tres o cuatro tampoco entendía, sobre todo eso de “no desear la mujer del prójimo”. (Como Dios todo lo perdona, aprobé el catecismo, comulgué con sincera alegría por no tener que volver a las clases y con el tiempo descubrí que las cuestiones del deseo eran un tanto más complejas, comenzando por la mujer que desea al hombre de su prójima, o el prójimo que desea a la mujer de uno, etc.).
Pero esto es harina de otro costal (del costal de Adán que originó a la mujer).
Para contradecir eso de que todo tiempo pasado fue mejor, baste recordar las enfermedades infantiles que invariablemente nos pescábamos, medio siglo atrás, cuando las vacunas y los avances de la medicina no estaban tan desarrollados como ahora. En los grados de mi primaria abundaban escarlatinas, rubeolas, paperas, varicelas, sarampiones y gripes, y eran pocos los que podían transitar los inviernos indemnes a alguna de ellas. Entre el listado de mis peores recuerdos, decía, están aquellos días sin calefacción en casa propia o de abuelos, en cama, delirando de fiebre, con pesadillas de santos sufrientes, crucificados sangrantes y vírgenes lánguidas que se me aparecían entre el fuego infernal, abriéndose paso entre mis frazadas como Moisés en el mar, y me obligaban a cursar nuevamente el catecismo. (Esta pesadilla recurrente sería reemplazada después por otra que me acompañó hasta no hace mucho: por un problema de papeles, o extravíos, o sellos mal puestos, debía volver al servicio militar).
Recuerdo las paperas porque durante ellas, un mediodía, se asomó mi madre a mi pieza de convaleciente y me anunció que había muerto Julio Sosa, cuyo recitado de La Cumparsita (“Pido permiso, señores, este tango habla por mí …”) sonaba todas las tardes en el combinado de mi abuelo. Tengo tan nítida esa imagen de mi madre joven, de peinado alto a la usanza de Estela Raval de los años 60, como el gusto de la mermelada de naranja con tostadas que desayuné y merendé durante un mes entero de no recuerdo qué dolencia.
Como todo paciente infantil, fui víctima de las modas medicinales de entonces. Por cierto, fui operado de amígdalas -aunque esta usanza venía desde antes-, lo cual no me impidió contraer laringitis y faringitis durante los inviernos posteriores. El clima de frío húmedo y viento casi permanente de Villa María me hizo propenso a rinitis, sinusitis (creo que no me salvé de ninguna itis) y alergias varias y como tal fui objeto de otra práctica en boga, la que pasaría a ocupar el podio de mis peores recuerdos: la punción de senos paranasales. Veo a un doctor cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordar introduciéndome un formón plateado por la nariz y golpeándolo con un martillito y siento –aún oigo nítidamente el crack del hueso, o cartílago- cómo esa cosa se metía en algún lugar dentro de mi mejilla. Y después, el mismo procedimiento por el otro orificio nasal. Y la infinita vergüenza de asistir a clase durante un par de semanas con cañitos plásticos, como sorbetes pegados en la cara. Evitaré el inelegante detalle de las dolorosas sesiones de “limpieza” a las que era sometido, a través de una especie de pomo conectado a los sorbetes que el médico apretaba con entusiasmo carnavalesco. Sólo diré que concluido el tratamiento, al cabo de unos días, posiblemente con el siguiente cambio de tiempo, el viento de agosto o el polen de setiembre, yo volví a estar exactamente igual que antes. O peor, porque luego de ello, imaginaba, sólo me quedaría por probar la silla eléctrica; algún método donde se sometería al paciente/condenado a esos gorros metálicos con cables que le colocaban a los sentenciados a muerte en las películas norteamericanas, con enchufes atornillados a mis mejillas.
Mi padre, que me acompañaba a las sesiones -mi madre era impresionable- debe haber comprendido la inutilidad de este procedimiento convencional porque al tiempo incursionó –me hizo incursionar- en la medicina alternativa: un buen día caí a una casa de lo que supe después era barrio Guiñazú, en Córdoba, donde una curandera me hizo aspirar por la nariz un brebaje que me tuvo moqueando, ardiendo, tosiendo, lagrimeando e insultando todo un fin de semana. A los pocos días, me resfrié nuevamente.
No obstante, dejo para el final el primer puesto de las extravagancias medicinales a las que fui sometido, sin duda producto de una moda de entonces, ya que nunca después, de adulto, supe que algo parecido siguiera vigente. Posiblemente para atacar mi sensibilidad y hacerme resistente a la baja temperatura, a mis seis o siete años fui sometido a una tortura inexplicable (o inexplicada para mí, resignado a los avances de la ciencia): en pleno invierno, durante diez días, fui desnudado y bañado con agua caliente, luego tibia y luego más bien fría. El secreto del tratamiento estaba en que cada día el agua debía tener un grado menos, lo cual implicaba preparativos y discusiones entre mi madre y mi padre sobre la forma de calentar el agua, el recipiente, el traslado al baño sin que perdiera temperatura, mi espera tiritando, la medición mediante un termómetro, el grandulón –yo- metido en un fuentoncito, el lavado con una toalla chorreante que aún siento frotar mi espalda y mi piel de gallina. Esto tenía su complementación con la asistencia, dos veces por semana, a sesiones de ejercicios respiratorios a cargo de una entusiasta gimnasta, o fisioterapeuta, que me atendía en un salón gélido donde, a poco de estar, yo comenzaba a estornudar a repetición, mientras me hacían levantar los brazos y contener la respiración como si jugara a la estatua.
Luego, avanzada mi adolescencia, aparecieron (no sé si en la usanza medicinal, pero sí en mi vida), las vacunas antialérgicas. Pinchazos dos veces por semana, durante uno o dos años, o más. Este tratamiento, por suerte, concluyó con la muerte. No la mía, claro, sino del médico que me las suministraba, que falleció imprevistamente. Huérfano de asistencia profesional, decidí automedicarme: agarré frasquitos, agujas y jeringas y tiré todo a la basura. No sé si por la suspensión de las vacunas, o por mi radicación en Córdoba –de frío más seco e inviernos más benignos-, o por ambas cosas, al poco tiempo mejoré. De todo aquello sólo conservo el estruendoso volumen de mis ocasionales estornudos, despertadores de canarios, perros y toda la fauna que me rodea, incluyendo a mi familia.
Quizá muchos de quienes han superado el medio siglo de edad hayan vivido algún episodio de conejito de indias de modas medicinales de otrora. Posiblemente aún subsista algún profesional cultor de prácticas caídas en desuso, que podrá refutar estas líneas airadamente, con argumentaciones, estadísticas y bibliografía, o asociaciones que hagan una defensa corporativa y retroactiva de su especialidad y me declaren paciente no grato. Nada de ello podrá atenuar mi penoso recuerdo de los inútiles padecimientos aquí descriptos, ni compensar las erogaciones que mi pobre padre debió invertir –y malgastar- en mi flaqueante salud. Me apresuro a decir que soy muy respetuoso de la medicina y de las diferencias individuales, por lo cual supongo que habrá prescripciones que a algunos les son útiles, a otros no, y a otros no les hacen nada. Es decir, como el catecismo y la religión. En mi caso, resultó evidente que mis defensas se parecían a las de River, que por aquella época estuvo dieciocho años sin salir campeón. Y eso de las diferencias individuales vale también para los buenos y malos médicos.
La duda es: ¿cuáles serán las modas actuales? ¿Qué tratamientos, prácticas y medicamentos para qué cosa que hoy consideramos de avanzada se revelarán contraindicados y serán, dentro de algunos años, un anacronismo, o una barbaridad, como aquellos baños térmicos de temperatura descendente que quién sabe cuántas bronquitis habrán deparado a mis congéneres?
Tengo para mí que las futuras pavadas se encuentran principalmente, hoy, entre las cuestiones vinculadas al sobrepeso, las dietas y las propiedades de los alimentos, donde abundan las recomendaciones contradictorias y los “descubrimientos” cotidianos, el chanterío y el mercantilismo con pátina de cientificidad. En cualquier momento, por ejemplo, se descubre que el bigote de bagre posee un elemento muy indicado para el colesterol, y allí tendremos a una legión de obesos volcados a la pesca, con la consiguiente reactivación de las ventas de cañas de pescar y shorts de baño de talles especiales. Se organizarán clubes y grupos de autoayuda con tours a los ríos donde habita el repulsivo pez, cuyos municipios aledaños acondicionarán predios con asadores (algún gordito no resistirá llevar chorizos y mollejas), organizarán festividades con elección de la reina del bagre, y en los programas culinarios de la televisión se enseñará a enmascarar el bigote de bagre cocinándolo con fideos, quizá también la tarea artesanal de anudarlos para mezclarlos con fideos moñito.
Todo ello, por cierto, menos flagelante (pero similarmente oneroso) que las punciones nasales, los baños térmicos y los cientos de pinchazos antialergéticos. Aunque algún pescador primerizo no se salve de clavarse un vidrio en el pie, pincharse con el anzuelo o agarrarse una insolación. Y en tales casos, ya se sabe, deberá ir al médico, que posiblemente rete al gordo por seguir modas dietarias, y le recete un novedoso medicamento –que como tal no cubre la obra social- pero que vale la pena porque además de antitetánico y antifebril, combate los triglicéridos, atenúa el apetito y véame la semana que viene.
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Invierno de 2009.

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Argentina quién te ha visto y quién te ve...

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Por: Jorgelina Lagos
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Teniendo en cuenta nuestra realidad cotidiana, tiro al azar un par de preguntas: ¿Todo tiempo pasado fue mejor? No necesariamente.
¿Se tropieza dos veces con la misma piedra? Sí. Y muchas veces, más.
Al que nace barrigón ¿es al ñudo que lo fajen? Puede ser…

Ha dicho Vargas Llosa en un pensamiento – ensayo que ha dado vueltas por Internet en los últimos tiempos:
“Este, que fue un país de vanguardia,¿cómo puede ser que sea el país empobrecido, subdesarrollado y caótico que es hoy?
¿Cree Ud, al igual que con mucha ironía dejó entrever Borges, que algunos argentinos somos irrecuperables o incorregibles? No lo podemos asegurar.
¿Piensa, como Marcos Aguinis manifiesta en su último trabajo literario
¡Pobre patria mía! que
“hay bronca, que se ha vuelto generalizada y casi permanente y que Argentina merece otro destino?
Diríamos que sí.

Hace algun tiempo, llegó a muchas manos el facsímil de una página de una enciclopedia publicada en España en la época del Centenario de Argentina. Allí dice, refiriéndose a nuestro país, entre otros datos:
“Todo hace creer que la Rep. Argentina está destinada rivalizar en su día con los Estados Unidos de la América del Norte…”(sic)

Entendemos que desde la época del 30 – cuando el mundo se sintió herido en sus raíces gracias a la Gran Depresión – venimos de mal en peor. También sabemos que otros países –y cuánto– sufrieron aquella debacle. Es más: vivieron de manera directa (en suelo propio) o indirecta (EEUU) los efectos de la Segunda Guerra Mundial. Nosotros, neutrales.
Ellos pudieron levantarse y avanzar. Nosotros, a los tumbos como paso de cangrejo.

Por éso me repito, al igual que usted, seguramente: ¿Argentinos, qué nos pasó?

Parafraseando a Baldomero Fernández Moreno, me atrevo a decir:
“A los argentinos; Señor, qué nos pasa? ¿Odiamos la bonanza, el orden, el honor?

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